Tenía como cuarenta años y se me metió la idea de tocar piano. Soñaba con ejecutar el concierto número uno de Tchaykovsky y también un sueño de amor de Lizt. Muchas de esas melodías las había aprendido desde niño, ya que mi madre era concertista de piano y diariamente las tocaba. Por esa razón, desde muy pequeño comencé a amar la música clásica.
Por esas cosas propias de mi vehemencia, me vino la obsesión de tocar el piano. Mi mamá tenía uno hermoso que se lo había dado a mi hermana que vivía en Quito. Fue tan grande mi insistencia, que me lo mandaron a Guayaquil en uno de los camiones de la empresa de mí cuñado. Una vez llegado, cogí el instrumento y lo hice reparar para dejarlo a punto para mis lecciones de música. Mis hijas como siempre; imbuidas por mi energía y entusiasmo, también quisieron aprender. Así las cosas, por intermedio de mi mamá, contratamos al profesor Potes.