Eran cuatro hombres brillantes y de los mejores en su ramo.
Pertenecían a los más prestigiosos periódicos del mundo.
Sin embargo no creían en Dios y hablaban mal de él cada vez que podían.
Continuamente se reían del Creador, refiriéndose a él con sarcasmo y sorna.
Cuando escribían no perdían la oportunidad para hacer conocer al mundo su ateísmo.
Un día fueron a entrevistar a un sabio.
Este era uno de los más grandes talentos de la humanidad. Había hecho uno de los descubrimientos más importantes de la tierra y con su logro, se iba a beneficiar toda la raza humana.
Su inteligencia era patrimonio del mundo y sólo se comparaba su grandeza a su humildad.
El día de la entrevista lo encontraron sentado en un taburete.
Estaba en una habitación de treinta metros cuadrados y miraba absorto una ciudad en miniatura que tenía a sus pies.
Las casas eran perfectas, todas iluminadas y de múltiples colores.
Sus calles eran a escala pequeñita y las luces de los semáforos sincronizaban a la perfección los diminutos carros que transitaban por ellas.
Minúsculos hombres, mujeres y niños se movían en todas las direcciones sin chocar o interferirse entre sí.
Los sonidos de los menudos vehículos y sus pitos, eran callados por el paso de algún avión que despegaba de los cuatro aeropuertos que existían.
Los trenes al cruzar su periferia, hacían un alto perfecto para esperar que el puente mecánico vuelva a su lugar después de haber cedido el paso a los barcos que cruzaban el río.
La ciudad era perfecta y hermosa.
Todo estaba completamente sincronizado en ella. Cada cosa tenía su razón de ser y todo funcionaba a su debido tiempo.
Los cuatro ateos se habían quedado maravillados al ver la Metrópoli en miniatura.
Casi sin poder articular palabra exclamaron ante el sabio:
– ¡Qué hermosa ciudad! ¡qué perfecta!-
El anciano escuchaba con atención el júbilo de los ateos y sonrió.
Los periodistas llenos de curiosidad e intriga volvieron a preguntar:
– ¡Maestro, maestro! ¿Quién construyó la ciudad?-
El sabio respondió: -¡se hizo sola!-
-¡imposible!- dijeron los ateos.
Sin inmutarse el sabio replicó: -¡sí, la ciudad se hizo a sí misma!-
Los periodistas primero rieron, luego se enojaron pensando que era una tomadura de pelo por parte del sabio y un desprecio de su inteligencia superior.
Así que una vez agotada su paciencia enfrentaron al pensador y recriminándolo le gritaron:
-¿Nos crees tontos? -¡cómo pretendes que supongamos que algo tan perfecto se haya hecho solo!
El sabio por primera vez los miró y les dijo:
-Veo que les parece imposible-
Por sus rostros y dudas, entiendo que como seres inteligentes que son, no admitan la posibilidad de que algo tan complejo como esta pequeña ciudad se haya podido hacer a sí misma.
-¡Efectivamente!- respondieron los periodistas.
Entonces, dijo el sabio: ¿Cómo creen que algo tan perfecto y complejo como el Universo, pudiera también haberse hecho a si mismo?
-!La ciudad la hice yo y Dios el Universo!-.
La repuesta fue lapidaria.
En silencio y con vergüenza los cuatro periodistas dieron media vuelta y se fueron.
Dios no es un producto de la fe.
No es un anhelo, ni una ilusión.
Tampoco es una creación del intelecto.
Dios es el resultado de la lógica y el Creador de todo, incluso también de aquellos que dudan de él.
Miky como de costumbre muy buena, y en especial estal
Un abrazo
Señor Palacios, usted esta cometiendo una desfiguración de carácter con respecto a los ateos. A nosotros los ateos científicos no nos importa lo que ustedes los cristianos crean, ni nos ocupamos en desenarañar su teología. Para el ateo racional, la cuestión de divinidades y religiones no entran en nuestro pensamiento diario, estando mas ocupados en aprender a vivir en la tierra en lugar de pensar en otro mundo.
Sírvase entonces permanecer simplemente en el ambito periodístico y dejar los sermones para el púlpito del sacerdote, en cuyo oficio dichas parábolas caen, y sométase al reportaje objetivo y no emocional, que para eso es usted reportero y no sensacionalista.
una pregunta ¿cuales son los principales puntos que contiene la constitucion de la carta atèa