Enrique Boloña y yo estábamos en cuarto año de la facultad de medicina. Teníamos veinticinco años y éramos internos de la Clínica Guayaquil. Hacíamos guardias de veinticuatro horas cada tres días y nuestro jefe de internos era José Barneol Zerega. Subíamos a la residencia a las 12 p.m. para tratar de dormir y rogábamos para no ser despertados por alguna emergencia.
Una madrugada sonó el teléfono como a las tres. Un grupo de personas solicitaba un interno para que vaya a atender a un paciente afuera de la clínica. Pepe Barneol en tono malhumorado ordenó: ¡que vayan Boloña y Palacios!
Así las cosas, fuimos con Enrique y unos siete parientes del enfermo.
Yo manejaba la ambulancia de la clínica mientras seguíamos al carro de los familiares. A los pocos minutos llegamos a la sala de velaciones de la Junta de Beneficencia.
Era una de las pequeñas y estaba destinada para satisfacer las necesidades mortuorias de las personas de escasos recursos económicos.
La pequeña sala estaba repleta de gente. Enrique y yo nos mirábamos extrañados, ya que pensábamos que en el velatorio alguien debió haberse desmayado o quizás tenido un infarto y por eso nos habían llamado.
La muchedumbre no cabía dentro de sus paredes. Los deudos habían invadido las aceras y colmaban la vía pública. Había gente apiñada en los bordillos. Muchas personas estaban en grupos. Había incluso borrachos alrededor de varias botellas de puro que se encontraban contando cachos y libando.
A la entrada y a mano izquierda de la puerta principal, había una mujer gorda que casi se asfixiaba dentro de un vestido negro de tela brillante, que cual camisa de fuerza, mostraba las gorduras generosas en el lugar donde quizás alguna vez había existido su cintura.
Abriéndonos paso entre tanta gente, avanzamos hacia el lugar donde estaba el ataúd. Al llegar frente al cadáver Enrique preguntó: -¿Dónde esta el paciente?-
Un señor de bigotes que estaba en la primera fila, haciendo una especie de puchero con su boca mientras solemnemente señalaba el ataúd con su cabeza, nos indicaba el lugar donde se encontraba el muerto.
No entendiendo lo que quería señalar con ese gesto; Enrique le volvió a preguntar al flaco de bigotes: ¿cual es el paciente?….a lo que dicho personaje en tono muy solemne respondió….- ¡Es el muerto!-. ¡Queremos que lo examine porque alguien lo vio que se movió!-
Extrañados y viendo la expectativa de la gente, Enrique abrió el maletín y sacando el tensiómetro y estetoscopio se lo puso al occiso.
Con mucho aplomo y un magnánimo rostro de sapiencia, cogió el estetoscopio y comenzó a examinar el cuerpo frío del que estaba muerto.
Para todo esto, la muchedumbre guardaba un silencio sepulcral.
Nadie conversaba e incluso habían apagado el radio que sintonizaba la emisora Cristal.
También habían hecho callar a los borrachos. Todo era silencio, angustia y espera del dictamen médico.
Al cabo de cinco minutos de eterna agonía, El Dr. Boloña concluyó el riguroso examen.
Casi sobre el muerto, me hizo un ademán para que me le acerque y volteándose hacía mi y con voz muy baja, susurrándome al oído me dijo: Miki… -¡este tipo está caliente!-
Esto fue oído por la señora que estaba a mí lado, que inmediatamente repitió a la que estaba a su lado: ¡ésta caliente!
I En menos de lo que canta un gallo se corrió la voz: ¡está caliente!.., ¡está caliente!.., ¡está caliente!.
Esto se propagó hasta el final de la puerta donde se oía: ¡está caliente!.., ¡está caliente!… ¡dicen que esta vivo!, ¡dicen que esta vivo! ¡está caliente!-Está caliente!.
Esto iba de boca en boca hasta que la muchedumbre que estaba afuera comenzó a gritar: ¡está caliente!.., ¡está caliente!, está vivo!…..!está vivo!.
Era tanto el alboroto y había tanto griterío, que Enrique se puso nervioso al no poder controlar la euforia de la muchedumbre, asumí yo el papel de su jefe y mirándolo muy seriamente con un tono autoritario que no dejaba dudas le dije:
-¡Dr. Boloña!-….-¡inmediatamente regresemos a la clínica para traer la máquina resucitadora!-
Dicho esto comenzó un griterío. La gente protestaba y no nos quería dejar salir. El populacho nos gritaba y la gorda no nos dejaba pasar.
Sin embargo, abriéndonos paso entre la multitud y a empellones llegamos a la ambulancia.
Al final de todo pudimos escapar….. Huimos entre piedras y gritos de -¡regresen, no se vayan para que lo revivan!-
Así fueron esos tiempos.
Hoy me río porque hasta ahora nos están esperando con la máquina resucitadora.
¡Cosa má grande es la vida, chico!……!Ja!-¡Ja!-¡Ja!- ¡Está caliente!-¡Está caliente!..