Esta es una nota triste. No se trata de un comentario funerario, ni siquiera de evocaciones glosando lo que nunca volverá a ser. Por ejemplo, el tiempo evaporándose como el rocío sobre las hojas; o nostalgias y recuerdos que es lo único que queda a quienes van haciéndose viejos. No, no se trata de eso. A mi pesar tengo que reconocer que más bien debería ser una nota vergonzosa. Pero vergüenza parece ser el sentimiento más escaso en los fangales donde el poder tiende a estancarse, y más aún en ciertas ciénagas donde se escurre por las grietas de la politiquería y la bastedad de los poderosos de turno.
La semana anterior la orquesta Sinfónica Nacional fue invitada -léase "llevada"- al galpón constituyente de Montecristi por el Presidente de la Asamblea con el objeto de homenajear a los trabajadores de la Constituyente. Supongo que la sana intención de don Alberto Acosta debió haber sido homenajear a los conserjes, al personal de servicio, a los esforzados vianderos y a tanto anónimo empleado que denodadamente sirven a los nuevos padres de esta patria socialista del siglo XXI. Así debía ser, y así supuse, ya que no creo que los padres de la revolución ciudadana merezcan aún homenaje ninguno y menos aún en el día del Trabajador. Los resultados de su encargo están por verse todavía y a todo el país le consta que ha sido mínimo. En honor a la verdad, no creo que alzar el dedo cuando toca demande mucho esfuerzo, y como que no cuadra con la noción de "trabajo", por lo que es difícil de asimilar que pudiera estar dirigido a ellos el homenaje.
Recuerdo que por una extraña asociación, cuando escuché del concierto -porque primero oí de fuentes indirectas la noticia- me vino a la memoria una escena de algún documental que alguna vez vi. El gobierno del III Reich llevaba orquestas sinfónicas a tocar a las fábricas de armamentos, a las asambleas del partido nazi y a eventos masivos. En uno de aquellos documentales los obreros de una fábrica escuchaban absortos, crispados, con la respiración suspendida, la ejecución de una de las sinfonías de Beethoven. Por eso, al día siguiente, al observar en algún diario las fotografías de lo que había sido el "concierto" de la sinfónica de Quito en Montecristi, sentí dolor, rabia y vergüenza ajena: los padres de la patria, los instauradores y refundadores del nuevo país, habían convertido el salón que para ellos debía ser emblemático y símbolo venerable de lo que se supone es su ideal sagrado en el que creen, en ramplona fiesta de feria de pueblo, sin la frescura y autenticidad de las ferias populares, y habían convertido a una Orquesta Sinfónica, digna de otros escenarios y más dignos auditorios, en vulgar banda de pueblo (con el perdón debido a la bandas de pueblo). Ellos bailaban sanjuanitos, cachullapis y claro, uno que otro merenguito, al vaivén de las versiones sinfónicas de estos aires. Incluso tuvieron la desvergüenza de hacer un trencito encabezados por el alborazado ex-rector de una de las más importantes universidades del país.
El problema no es bailar, sino dónde se baila. A nadie se le ocurriría convertir a la catedral o un templo cualquiera en discoteca. Y si los asambleistas no pueden diferenciarlo es muy reveladora la situación. Y valga recordar que los músicos de academia no tocan para amenizar pachangas de barrio, sino para ser escuchados con respeto y atención en medio del silencio y devota delectación. A más de ser mal pagados, ignorados sus esfuerzos, incomprendidos por un medio que privilegia el dinero y sólo el dinero -bienhabido o malhabido-, la trivialidad, la chabacanería y la vulgaridad, son ahora ofendidos en su dignidad de artistas serios al ser arrastrados a tocar para el bailecito de los que pagan el escaso sueldo. Los de antes por lo menos bailaban con "Las chicas dulces" y el grupo "Deseo" y en los corredores y salones externos del Congreso. Había más dignidad en ello.
Yo siempre había tenido un delirio oculto. Si por alguna imposible razón me convirtiera en multimillonario de un día para otro, destinaría una gran cantidad de ese dinero para becas para la formación de músicos, para la compra de instrumentos musicales, para establecer un fondo para sueldos dignos para los músicos sinfónicos, como contribución a convertir nuestro país en una potencia musical internacional. Hoy me pregunto, ¿para qué? ¿para quienes?
Pertinente observación, apreciado Gustavo. Cada cosa en su lugar, eso es de elemental sentido común; pero, como se dice por aquí, «el sentido común es el menos común de los sentidos». Hay que recalcar que, si bien la OSN fue llevada por Acosta (léase Alianza PAIS), todos aceptaron la «guacharnaquería» y la disfrutaron igual… ¿Se ha oído que algún co-asambleísta reclame a los organizadores o que se haya excluido del barullo? Si es que alguno lo hizo, pido disculpas.