Cuando no había cumplido los 20 años, formamos un grupo con el que presentábamos algunos cuartetos, que pensábamos que era poesía, en diferentes pueblos y caseríos cercanos la ciudad de Ambato. Indiscutiblemente teníamos nuestros criterios políticos poéticos, recitábamos por la naturaleza, por el amor, por la ilusión. Pero siempre tuvimos a flor de labios una premisa, la libertad de decisión.
Escribíamos largamente y en las tardes nos encontrábamos en un cafetín (Psique) en el charlamos largamente acompañados de la copa de vino hervido, cobijábamos sueños de grandes batallas por los demás. Curiosamente nunca hablamos de proyectos individuales, siempre nos vimos como punta de lanza de una acción comunitaria a favor de la sociedad, según nuestro concepto, que era la ideal, llena de amor, de sueños, sin egoísmos, sin grandes ni chicos, en la que todos teníamos la misma oportunidad.
Las noches de poesía se extendían al parque Montalvo, cuya serenidad nocturna violábamos constantemente trepándonos la cerca, para al pie de un arbusto húmedo por el frío de la madrugada seguir cobijando sueños. Discutíamos en las bancas de ese parque sobre el porque de las posiciones políticas y de cuando en cuando el trago de anisado quemaba nuestra garganta. Las madrugadas nos encontraban absortos en el estudio del Manifiesto Comunista o en algún libro recién descubierto. Pasamos por títulos de obras de Kafka, Vargas Llosa, Mera, Gabú, Joyce, Cortazar y uno que otro traído de la lírica poética, en traducciones baratas y asequibles a nuestro bolsillo inversamente proporcional a nuestros sueños.
En esas noches nos acompañamos con personajes ahora conocidos en la política, en el periodismo, desentrañamos el secreto de la solidaridad, de la hermandad sin lazos de sangre. Lloramos por el dolor del hermano, nos revelamos contra lo injusto e hicimos pactos individuales con la necesidad de un encuentro con la vida en mejor condición que la de aquellos que nos precedieron a partir de una igualdad de oportunidades. Nuestra juventud estaba estática en el tiempo, no recuerdo que ninguno hablara de matrimonio, de uniones libres, de hijos, de futuro. Como que presentíamos que el nuestro se vería limitado por condiciones humanas asfixiantes.
Alguna vez nos aventuramos en grupo a subir montañas, acariciamos la magnificencia de algunas cumbres, desde las que glorificamos egoístamente nuestro esfuerzo e inflamos el alma de paisajes que aún hoy son fuerza para vivir, pese a que su recuerdo de mas de tres décadas guardado se va tornando difuso, sentimos el miedo del peligro, ese fue parte del equipaje que nos dio la vida y que lo cargamos a cuestas sin pensarlo dos veces.
Aún hoy cuando siento en mi espalda la compañía de alguno de aquellos que ya no esta más, que brincó la muralla, siento el olor de los arbustos, de la tierra húmeda, del frió de la madrugada. Recuerdo mas allá, esa angustia juvenil por tener en las manos un sueño cristalizado y de repente me doy cuenta que eso no esta mas y me pregunto, ¿en que momento se fue la vida?, ¿cuando deje de soñar?, ¿cuando deje de tener la angustia ajena como mía?, ¿en que momento mi tormento fue solo mío y el ajeno solo ajeno?, ¿En que banco del parque se quedo la solidaridad, la hermandad?.
Recién ahí me doy cuenta, que el equipaje que me dio la vida fue la soledad egoísta, y busco la justificación diciendo “porque los demás tampoco fueron solidarios, porque……” y podría poner muchos “porqués”, pero solo sonarían a pretextos vacíos. Siento el mismo miedo que tuve alguna vez en un accidente en el Rumiñahui, solo que ahora estoy conciente del peligro, la cuerda esta mal atada y el guía me esta llevando por un camino de riesgo, recuerdo la política de la juventud y esta vez no basta la canción por el Che, ni el sueño de solidaridad, sino que hay que ver la realidad y dentro de ella seguir conciente que mi decisión de vida es mía, que no tengo que temer a los fantasmas sino a que me arrebaten aquello, que los que los precedieron no me pudieron quitar: mi libertad de ser y decidir.