Esta nota de prensa, “Hace cincuenta años ocurrió la rebelión en el Tíbet”, http://sp.rian.ru/analysis/20090312/120538244.html ,proviene de la agencia de prensa oficial rusa Nóvosti. Como podrán darse cuenta, repite todos los argumentos chinos con relación al Tibet. No solo los repite, los “atestigua” y magnifica.
Nóvosti fue la agencia de prensa oficial del gobierno soviético, fundada el 24 de junio de 1941, y hoy sigue siendo la agencia de prensa estatal rusa, con el nombre remozado de RIA-Nóvosti A través de Nóvosti, quienes vivimos la era soviética desde fuera, nos enterábamos de lo que Pravda e Izvestia “informaban” dentro de la URSS.
Podría suponerse que tras el derrumbe del estado comunista y la desaparición de la URSS, los argumentos oficiales del estado soviético perifoneados por Nóvosti, afinados sempiternamente en la tónica ideológica del partido comunista, y reajustado según los arpegios propios de los vaivenes de la lucha por el poder en lo interno externo (léase, según los mandamases de turno del Partido Comunista), y la Guerra Fría en lo externo, habrían variado, más aún tratándose de China, secular e inevitable rival de Rusia. Pero no, Nóvosti, como en los mejores tiempos de la URSS, sigue haciendo coro a los argumentos de la prensa comunista China actual, y además, atestigua por cuenta propia y convierte en auto de fe las “atrocidades” acerca del estado “teocrático-feudal” anterior a la “liberación” china del Tibet (en 1950)
¿Y quién es el testigo fidelísimo, irrebatible mina y reserva inagotable, de toda credibilidad? Nada menos que un tal Vsévolod Ovchínikov, corresponsal de Pravda en 1955, de quien nadie puede dudar que decía lo que el Partido Comunista de la URSS quería y convenía que dijese.
En ese entonces estaba tibio aún el cadáver de uno de los más atroces y tenebrosos tiranos que ha visto la Tierra, Josef. Stalin, y los sentimientos de espanto y de terror que asolaron la URSS aún no se disipaban del todo, tanto que fue recién un año después de Ovchínikov (1956), que el nuevo amo de la URSS, Nikita Jruschov, denunció los crímenes y atrocidades de Stalin. En 1955 la Guerra Fría estaba en su máximo punto, el ruido de cañones en Corea apenas había dejado de sonar, mientras que hacía menos de un año los franceses habían sido ignominiosamente expulsados de Vietnam, derrotados por el victorioso Viet Minh (ejército del Partido Comunista vietnamita), al tiempo que la violencia empezaba a desatarse en un Viet Nam del Sur cada vez más convulsionado. Mao, había tomado el poder en China, de manera efectiva, cinco años atrás, y las tensiones internas por hacerse con el poder, que culminarían con la última gran purga maoísta: la Revolución Cultural, a mediados y fines de los 60, estaban en plena ebullición.
Desde una estricta visión geopolítica, dos colosos se disputan e inevitablemente se enfrentan el dominio y control de Asia: China y Rusia. Ese juego geopolítico implica el control de todo el Pacífico, de las mayores reservas acuíferas del planeta (que se generan todas en el Tibet) y la posesión de inimaginables reservas de los más diversos minerales, así como de la mayor producción potencial de alimentos en el mundo. El siglo XIX vio el intento de los zares por hacer efectivo este control, disputándolo con Inglaterra, para quien su colonia más importante la India, que incluía los actuales Pakistán y Afganistán era una barrera que les impedía traspasar. Por eso, el viejo imperio chino, decrépito y agonizante, terminado de debilitar por las potencias occidentales, se desmoronó con un simple empujón. A mediados del siglo XX, Japón toma el relevo de lo que debió haber sido China. Pero todos sabemos el triste final de Japón.
En 1949 Mao, a la cabeza del Partido Comunista, toma el poder e inmediatamente sus miradas se dirigen al Tibet. Él, como lo supieron los zares, como los ingleses del imperio de la reina Victoria, como Chengis Khan y como los emperadores chinos, sabía perfectamente que para dominar Asia y aislar a Europa y al resto del mundo, es imprescindible controlar y dominar Asia Central, cuya llave maestra es el Tibet. Por eso, una vez alcanzado el poder, inmediatamente el Ejército Rojo Chino invadió el Tibet. Sin embargo, siete años después de la invasión el gobierno comunista chino hacía un régimen de excepción: respetaba parcialmente pero respetaba, al fin y al cabo la religión, cultura y hasta la forma local de gobierno tibetano. En una de sus “Cinco Tesis Filosóficas”, en aquella denominada “Sobre el tratamiento correcto de las contradicciones en el seno del pueblo”, Mao, admite que “En Tibet no se han implantado aún las reformas democráticas debido que allí las condiciones no están todavía maduras”. “El momento para su implantación podrá ser decidido solo cuando la gran mayoría del pueblo tibetano y sus personalidades dirigentes lo consideren factible”. En otras palabras, a regañadientes se ve obligado a admitir la complejidad de la situación, la diversidad del pueblo tibetano, la ninguna influencia del partido comunista en la región, y principalmente, el respaldo del pueblo tibetano a la total autoridad de los mandos tibetanos y a su sistema político propio, encabezado por el entonces joven Dalai Lama.
El mentís más rotundo a las afirmaciones del gobierno comunista chino, a Nóvosti y al tal Ovchínikov, está en la rebelión de 1959 que fue aplastada a sangre y fuego por el ejército chino, en las rebeliones posteriores de la década de los 80, en la del año anterior, en el más de un millón de tibetanos muertos en estos 50 años de invasión china, en los cientos de miles de refugiados tibetanos en India y Nepal, en los padres que prefieren enviar a sus pequeños hijos aún a riesgo de sus vidas fuera del Tibet, sabiendo que probablemente nunca los volverán a ver, con tal que puedan recibir una educación dentro de la cultura tibetana y no la china. Nadie siente nostalgia por sus opresores, ni muere por ellos. Si los tibetanos de hoy, como los de hace 50 años, hubieran vivido la bárbara servidumbre que los comunistas chinos describen, el budismo habría desaparecido del Tibet, no habría sido necesario arrasar miles de monasterios y el Dalai Lama no sería ningún peligro, ni el mayor dolor de cabeza para el gobierno de Pekín, ni siquiera sería un recuerdo.