“Lo que no se mide no se mejora”… escuché una vez. Desde ese momento comprendí la relación directamente proporcional que tiene la evaluación con el mejoramiento de los procesos, en especial humanos. En Administración se acepta en general que son cuatro las intrincadas fases en el manejo de organizaciones.
Yo he llegado a la conclusión personalísima que lo mismo puede ser trasladado a la administración de una escuela, un colegio, una empresa de electrodomésticos, un país y aún la vida misma. Después de todo el “concepto” de empresa es amplísimo y profundamente cautivante en su descripción.
En contrapartida a lo dicho, culturalmente hemos desnaturalizado el proceso de la evaluación desde las bases mismas de la vida de un ser humano. Así pues, cuando una madre o un padre evalúa a un niño o niña en la casa lo hace desde una inquisidora forma casi dogmática que desde el vamos hace que el nuevo ser sienta la evaluación como un castigo y tienda a evitarla. Llegados a la escuela y luego al colegio, muchos educadores, con desatinado criterio, utilizan las evaluaciones como forma de represión o de amenaza esmerándose en preparar “exámenes” imposibles de realizar con lo cual fortalecen la idea de que la evaluación es no deseable, castigadora y hasta cruel. El resultado es que la misma palabra asusta a más de uno, y en la universidad ni se diga…
Pero resulta que la evaluación no sólo que es necesaria, sino imprescindible e ineludible si se quiere tener una familia de calidad, un gobierno de calidad y hasta un ser humano de calidad. Diríase que es consustancial a la propia existencia pero tropieza con nuestros viejos arquetipos, con una cultura centrada en la mediocridad y con la desconfianza en los evaluadores como primeros obstáculos visibles.
Hoy el Ministerio de Educación “amenaza” con una evaluación a los maestros y éstos, herederos como todos nosotros de costumbres culturales hondamente enraizadas, traen a su memoria la antigua evaluación perseguidora, injusta y poco confiable y tienden a rechazarla. Las autoridades se muestran extrañadas, pero no deberían de estarlo… ¿son ellas mismas confiables para quienes van a ser evaluados?. Lo cierto es que el rompimiento con ancestrales figuras valorativas fruto de los aprendizajes poco útiles marcan el derrotero en la toma de decisiones en gran medida. He allí, la explicación INICIAL del rechazo mostrado ante la “peligro” de una evaluación.
El liderazgo de quien ejerza la tarea en el Ministerio resultará fundamental pues le corresponde cambiar esos rasgos culturales que inducen temor en los maestros y desconfianza para aceptar ser “medidos”. No basta con las declaraciones, con explicaciones televisivas ni con encuentros masivos que a corto plazo no lograrán colaboración. Por supuesto que sí hay un gran porcentaje de maestros y maestras dispuestos a asumir el reto, pero la gran mayoría y sus líderes gremiales se van a oponer pues tampoco ven a los evaluadores como confiables y piensan en el fondo que tienen una “agenda oculta” para el futuro que influirá en su propia permanencia en el magisterio nacional. ¡Vaya embrollo!. Sí, porque para otros resulta inentendible que los educadores fiscales acostumbrados a hacer evaluaciones diagnósticas, mensuales, orales y escritas, etc, etc, a sus estudiantes, vean a su propia evaluación como algo negativo. ¿En qué quedamos?. ¿La evaluación es buena cuando se la hacemos a nuestros alumnos y mala cuando nos las hacen a nosotros?
El Ministerio de Educación –en época de elecciones- está en una gran encrucijada que muestra las falencias en planificación estratégica, en visión estratégica que se maneja en las altas esferas. No han conseguido lograr que los grupos de educadores fiscales vean a la evaluación como un proceso casi vital si queremos mejorar toda la educación ecuatoriana. Se nota también una ausencia casi total de liderazgo y un atraso sin precedentes en la administración educativa. ¡Otro problema por resolver! Las consecuencias las pagarán –como siempre- los niños, las niñas y los jóvenes, es decir el Ecuador entero. ¿Qué vamos a hacer?