Si tuviésemos que hacer un minuto de silencio por cada uno los muertos que ha producido la violencia este año en nuestro país, tendríamos que quedarnos en silencio varias horas. Si pensamos en los muertos anuales, serían 30.000 minutos de silencio. La década nos obligaría a callar por más o menos 300.000 minutos. Por ellos deberíamos quedarnos mudos durante 208 días. Es muy posible que eso sea lo que quieran los violentos.
Como decían Médicos sin Fronteras en la aceptación del premio Nobel:
“No estamos seguros de que las palabras salven vidas, pero si lo estamos de que el silencio puede matar”.
La paz y la palabra
Un paseo lento por la historia humana nos deja ver con optimismo que siempre en épocas de grandes convulsiones, de crisis y de guerra, en muchos rincones del planeta se abren ventanas de sensatez, se levantan voces de amor y aparecen hombres y mujeres que se niegan a pensar que matar sea la respuesta. Para la inmensa mayoría la vida es sagrada. Si, como dice Elena Poniatowska en el prólogo del libro Palabras de Paz,
“la humanidad en tres mil años sólo ha logrado vivir trece días sin guerra”,
Esos trece días deberían convertirse en un oasis de optimismo en donde habría que acercarse para abrevar y calmar la sed de poder, de ambición y de victoria. En esos pequeños e infinitos oasis, la humanidad encuentra la clave de la no destrucción. Esas islas de felicidad, esas tierras de fertilidad, no son una época o momento de la historia: están presentes y tenemos la obligación de descubrirlas en la vida cotidiana y en los valores que han sido ocultos por la frenética carrera de lo que llaman progreso.
De la misma manera que las lluvias anuncian una hermosa cosecha y llenan el corazón del labriego de esperanza, la palabra y la acción de los hombres y mujeres pacifistas llenan de optimismo la vida. Esa radical responsabilidad sobre lo que decimos y lo que hacemos es la más potente de las virtudes pacifistas y, a su vez, es la más temida de las armas para los violentos. Los asesinatos de Gandhi, de Luther King y de muchos desconocidos pacifistas, muestran cómo para los violentos ser pacifista es una de las peores amenazas. Pareciera que no armarse llena de debilidad al violento. Pareciera que la acción pacífica cuestiona hasta lo más profundo del espíritu guerrero. Pareciera que silenciar a aquel que sabe de solidaridad y amor es una oscura estrategia.
Pero si las armas, la muerte y el silencio son los medios de sometimiento que los violentos tienen como su mayor tesoro, la palabra, como expresión de la razón y esencia de la comunicación humana, es para los pacifistas el único camino para lograr la vida en comunidad, en sociedad.
A los humanos nos une el lenguaje. De su mano la inteligencia se desarrolla, avanza y construye. Como humanos somos posibilidad de comunicación, de interacción, de intercambio. Nos hacemos humanos en nuestra relación con los otros y con ellos ampliamos el sentido de la vida. Sólo en el diálogo entre seres se podría descubrir una sociedad pacifista. Una sociedad sin violencia. Se puede afirmar que esa sociedad no ha existido nunca, pero no poderlo soñar es tan inhumano como creer que la violencia es la única salida; que el dolor producido en la guerra y el horror es superado por el tiempo; que la víctima y la tragedia se diluyen en el olvido; que la resignación ante la muerte de inocentes es renuncia a una sociedad pacífica. No podemos seguir creyendo que la muerte violenta de tantos seres humanos es humana. Aceptarlo es eliminar de tajo la posibilidad de vivir humanamente.
Del dolor no puede surgir sólo odio o deseo de venganza o resignación. Tiene que surgir una potencia humana, pacifista, que sea capaz de conmover a los violentos. Que sea capaz de transformar su sed de muerte, en deseo de justicia. Una potencia cuya única arma sea la palabra. La palabra, tanto como la paz y la política, tiene la misma inicial en nuestro idioma. El que se arma renuncia a la palabra, renuncia a la política, renuncia a la paz. Las razones para armarse no pueden seguir siendo las razones para asesinar; tampoco las razones para llegar a lo más profundo de la miseria humana, ni las razones para defender privilegios o injusticias. Si los hombres luchan por la justicia, esa lucha debe ser pacífica, debe ser política. La dignidad humana está por encima de cualquier opción de lucha. El respeto por la vida de un solo individuo es el respeto por la humanidad. Como afirma Kofi Annan:
“Un genocidio empieza con el asesinato de un solo hombre: no por lo que él ha hecho, sino por ser quien es. Una campaña de limpieza étnica empieza con una sola pelea entre vecinos. La pobreza empieza cuando a un solo niño o niña se le niega el derecho fundamental a la educación. Lo que comienza con el fracaso por mantener la dignidad de la vida, con mucha frecuencia termina en una catástrofe para naciones enteras”.
El fracaso en la conservación de la dignidad humana es un fracaso político. Nace de la imposición de las ideas de unos sobre otros, de los intereses de unos sobre otros, de la actitud política de considerar a los demás, a otras comunidades y a otras culturas, de menor valor. El no reconocimiento de otras culturas es ya un hecho que atenta contra la dignidad humana; de ese no reconocimiento brota el germen del genocidio, de allí también nace la idea de sometimiento.