El descubrimiento de una sociedad pacifista puede estar tan lejos como su conquista, pero sabemos que el derecho a la vida como horizonte, y la justicia como su escenario, no son utopías: son deberes humanos que no pueden ser postergados. Tienen que ser construidos colectivamente: sin mentiras, sin armas, sin la fuerza. Un escenario de justicia no puede tener ni la sumisión, ni la pérdida de libertades, ni el uso de las armas como principios. Construir la sociedad justa a la fuerza o desde el despotismo y el autoritarismo, es la menos justa de las proposiciones. Va en contravía de la dignidad humana.
Es necesario ampliar o transformar las ideas que alientan la guerra. Existe en el lenguaje de los medios, expertos y políticos, conceptos que pueden encontrarse en la base del pensamiento bélico: es más humano afirmar que el Estado debe tener el monopolio de la inteligencia, que aceptar ciegamente el de la fuerza, que ha mostrado con creces su fracaso. El que se arma para crear un Estado sobre la misma concepción, es un eterno animador, prolongador de la guerra. Aquellos que prometen un Estado mejor empuñando las armas, prometen el mismo infierno, con otro uniforme y otras palabras, pero finalmente, el mismo infierno. No existe ninguna razón para matar, como tampoco existe un gran hombre que haya asesinado, que haya matado.
La vida no puede ser violentada de la misma forma que la justicia no puede ser postergada. Lo justo es avanzar libremente hacia la sociedad deseada por el camino de los acuerdos. Eso es lo indeseable para los violentos. Lo justo debe ser encontrar los caminos inteligentes para respetar a los otros, con sus distintas religiones, con diferentes formas de vivir o soñar. Lo injusto sería silenciar las diferencias y establecer el imperio de la fuerza que no es otra cosa que el imperio de la sinrazón y de la esclavitud, de la sumisión. Es inhumano pensar que la manera de lograr nuestra libertad es haciendo esclavos a los que no piensan como nosotros. Reducir el mundo a una sola visión política, social, o cultural, o a una sola hegemonía es, además de ampliar las posibilidades de una catástrofe, declarar la guerra a la razón. No se trata sólo de una confrontación bélica: va mucho más allá. Se trata de una batalla frontal de la barbarie contra la humanidad. De la estupidez contra la cultura. De los que pretenden introducir de nuevo al hombre en las cavernas, contra aquellos que pensamos que la vida humana y animal son el mayor patrimonio de este pequeño planeta. Sí: la lucha por la supervivencia puede ser superada por la defensa radical de la vida. De ella, de esa defensa activa y pacifista brota el optimismo por la especie humana. Sabemos que el hombre y la mujer son aliados de la vida, así mismo, sabemos que la ambición derrota continuamente a la sensatez, que ella es fuente permanente de odios y enemistades, que el mundo oscuro de las ambiciones poluciona con más éxito del deseado el espíritu de los hombres y de los estados.
Habría que mirar con total atención crítica el presupuesto educativo que habla de la ambición como fuente de éxito. Allí podríamos encontrar muchos de los males que nos ahogan. Allí pueden también estar las claves para la comprensión de algo que nos enmudece: la competencia entre seres humanos no sólo deja muchos derrotados, sino una inmensa cantidad que no llegan a ninguna meta: millones mueren de hambre en países del sur, millones mueren violentamente en confrontaciones inútiles en medio del terror y del odio, muchos se suicidan creyendo que la muerte es mejor que la vida, millones están sumidos en la miseria para que unos pocos millares disfruten el paraíso artificial construido por el dinero.
No se trata de creer que la paz es sólo ausencia de violencia o de la muerte. Es mucho más: es escenario de la vida política y de una cultura que reconoce sus propios conflictos y los resuelve por el camino de los acuerdos. Sí: la paz es reconocimiento de los derechos humanos en su más amplia acepción, desde el derecho intocable y sagrado de la vida, hasta los derechos del ser humano a la educación o la salud. Pero es necesario no sólo entender, sino también aceptar que la lucha por el logro de los derechos humanos no puede ser violenta. Es contradictorio e inaudito que se mate y se violente a otros seres humanos, en nombre de los derechos humanos y de la justicia. No es ni comprensible ni aceptable la violación del derecho a la vida para el logro de otros derechos. Tampoco lo es pensar que la justicia puede ser postergada sin violar los derechos humanos. El arma más humana para el logro de la justicia es la no violencia y ésta es acción pacífica al tiempo que pedagogía pacifista. Es desafío al pensamiento belicista que se ha arraigado en el espíritu de los estados modernos y en los más difundidos paradigmas políticos.
Habría que empezar a debatir con sinceridad e inteligencia el camino más acertado para lograr una sociedad justa. No una sociedad local justa, sino, con mayor urgencia, una sociedad planetaria en donde la justicia sea el motor del desarrollo.
Las situaciones extremas de la vida presente en el planeta nos hace pensar que, como humanos, sería obligatorio llegar a soñar y lograr cosas distintas a la promesa del consumo, a la promesa de un paraíso en otras vidas. Las urgencias de la miseria no dan espera. Este planeta es un planeta con hambre y con demasiada sed de poder. Es posible que esto último sea la causa de lo primero. Pero, como humanos, no podemos esperar grandes mutaciones biológicas para transitar hacia la justicia. No podemos esperar que el desarrollo tecnológico nos salve de la miseria, si ésta se encuentra oculta en lo más hondo del espíritu de la época y es promocionada por la cultura de la ambición y la competencia.
El desarrollo no puede ser alcanzado sobre la base de esa cultura; tendrá que ser sobre la base de una cultura de la solidaridad y la libertad, o estar condenado a ser crecimiento desigual e injusto. No se trata sólo de encontrar un equilibrio entre la producción y el consumo. Tampoco de la expansión hasta las últimas consecuencias de la frágil frontera ecológica. No es osadía pensar que los humanos podríamos vivir con mucho menos si disminuyésemos la ambición y trastocásemos el pensamiento que privilegia la posesión, por el de la cooperación. Tampoco es una aventura en la nave de las utopías poder llegar a soñar seres que fertilizan el planeta de bondad, alegría y entusiasmo de vida y que encuentran océanos de satisfacción sólo con la idea de poder cooperar en edificar un mundo mejor.
Si pudiésemos disminuir la tecnologización de la vida y recargar con sentido de vida y humanidad el desarrollo tecnológico, es posible que llegásemos a percibir otras fuentes de justicia y de producción amigable con el planeta. Sin embargo, aunque parezca una cruel paradoja, la aceleración del desarrollo tecnológico parece hacer crecer la brecha entre pobres y ricos, como también el espíritu de conquista y de reducción y sumisión de unos pueblos por otros. La ficción inútil de una sociedad de la opulencia empuja una idea de consumo y depredación insostenible. El hombre parece haber triunfado como inventor y fracasado como humano. Su capacidad de inventiva lo encumbra como especie pero parece derrotarlo como
ser justo con sus semejantes. En palabras de Albert Schwitzer:
“El hombre se ha convertido en superhombre. Es un superhombre porque tiene a mano no sólo fuerzas físicas intrínsecas, sino que también gobierna gracias a los avances científicos y tecnológicos , fuerzas latentes de la naturaleza, que él ya puede utilizar. Sin embargo, el superhombre sufre una falla fatal: no ha alcanzado el nivel de sobrehumana inteligencia que debería equilibrar su fortaleza sobrehumana. Y necesita dicha inteligencia para usar ese vasto poder sólo con fines razonables y útiles, no para fines destructivos y homicidas”.
Entonces, no es una cuestión de algunos ecologistas que sueñan con la defensa a ultranza de la naturaleza, pues hace ya 50 años que Schwitzer nos advertía, cuando recibía el Nobel de Paz, que esa sobre-estimación de nuestra fortaleza, o de nuestra creatividad, podría estar dibujando una mentalidad que engendraría destrucción, no sólo por el camino de la guerra, sino también por el sendero de un modelo económico y social que se nutre, antes que de la solidaridad, de un individualismo a ultranza casi ingenuo que hace creer al ser humano que, antes que ciudadano, es individuo que lucha en una carrera frenética por sobrevivir. Sí: no es nueva, ni pretende serlo, la invitación a un cambio de mentalidad; éste también era el propósito del mismo Schwitzer, quien lo relacionaba con el tema de la paz:
“El que la paz llegue o no, depende de la dirección que tome la mentalidad de los individuos y después, a su turno, la de sus naciones”.
Sin embargo, esa carrera desenfrenada por imponer una mentalidad de competencia se ha ido trasladando con bastante éxito del plano del individuo al de las naciones. En dicha carrera habría que hacer un alto para pensar con cautela y prudencia si esa competencia de las naciones no iría a crear un inmenso cementerio de culturas y naciones que, por no estar interesadas, no estar en igualdad de condiciones o no compartir esa mentalidad, irán a ser arrasadas junto con gran parte del patrimonio de la cultura humana y de los vestigios y claves para lograr una vida mejor. La vida no puede ser alimentada por valores inhumanos; derrotar o reducir a otro debe dejarnos en la boca algún sabor amargo. Aunque parezca una ironía, la victoria no nos puede dejar tranquilos de la misma manera como tampoco sumisos nos pueda dejar la derrota. Los fracasos nos podrían enseñar la forma de llegar sin atropellar al otro, sin dejar rastrojos humanos en el camino.
Tendríamos que abrir las compuertas del corazón para comprender el dolor de los demás y, desde allí, iniciar la construcción de lo que Dalai Lama propone como santuarios de paz, territorio de respeto por los otros y la naturaleza. El respeto, como principio de acción y pilar o cimiento de la vida en comunidad. Respetar al otro es no asaltarlo en su confianza, no romper las lealtades creadas desde la amistad, no hacer de la palabra un medio de seducción y de demagogia política. Los desafíos pacifistas no se trasladan sólo a los deberes del Estado o a los compromisos políticos de los grupos. La mentalidad pacifista obliga al respeto diario de los compromisos, como padre a hijo, como vecino a amigo. Violentar a uno de tus semejantes es un acontecimiento demasiado grande para ser minimizado. Traicionar a un amigo puede ser el origen de una rotura insondable. Los conflictos humanos siempre existirán, pero solucionarlos por el camino de la violencia en sus distintas expresiones es una actitud contraria a la humanidad, al humanismo. Sí: descubrir la sociedad pacifista significa aceptar el humanismo como fuente de pensamiento. Humanismo y pacifismo son hermanos naturales, nacen como oasis de optimismo en el desierto del pensamiento bélico. Se contraponen de forma radical al lenguaje militarista.
La vida siempre será conflicto entre lo que pensamos y lo que deseamos. También entre el corazón y la mente, entre el espíritu que sueña con la libertad y la vida diaria repleta de tentaciones, de trampas que nos alejan continuamente y de forma implacable del camino pacifista. La acelerada forma como se desarrollaron los medios nos han permitido conocer cómo la tecnología puede alcanzar metas altísimas, pero, al mismo tiempo, nos ha hecho percibir, como lo decía Martin Luther King en 1964, que:
“Para sobrevivir hoy, debemos eliminar nuestro ‘retraso’ moral y espiritual. Si no hay un crecimiento proporcionado del alma, los crecientes poderes materiales auguran crecientes peligros. Cuando el ‘afuera’ de la naturaleza del hombre subyuga el ‘adentro’, oscuras nubes de tormenta comienzan a formarse en el mundo”.
No es un pensamiento mágico, ni trágico, es realismo que desde hace ya cuarenta años anunciaba los instantes que vivimos actualmente. Los momentos de guerra no están desligados de eso que King llama “retraso moral y espiritual”. Diría, buscando precisión, que están ligados a una moral monetarista y al espíritu de conquista que aún prevalece después de los fracasos del siglo XX. No es la tecnología lo que nos ha sumergido en la guerra, es la prevalencia del espíritu bélico de muchos de aquellos que lideran el mundo.