Era yo una adolescente cuando conocí a Madre Paloma Gutiérrez y ahora que me pongo a pensar, era ella una mujer joven. Habrá tenido no más de cuarenta. Recuerdo el primer sentimiento hacía ella: temor. Autoritaria, seria, estricta, de pocas pulgas. En pocas palabras ¡bravísima!
También recuerdo que un día no sé cómo ni cuándo apareció el sentimiento mayor, el que cubre a todos los demás: un inmenso cariño. Por qué tan grande ese cariño. Porque son muchas cosas las que aprendí de ella. Son muchas cosas, si se pueden llamar cosas las que ella me enseño. Las que debo agradecer porque me han servido para sobrevivir en un mundo que no siempre ha sido de lo más apetecible.
Aprendí a ser quien soy y a valer por eso.
Aprendí que por muy grande que sea el afecto o muy íntima que sea la amistad, el límite que no debemos rebasar es el del respeto.
Aprendí a que hay que ser puntual, responsable y organizada.
Aprendí a que ser sincera es importante, pero también aprendí a que ser sincera con amor, lo es mucho más.
Aprendí que amar a alguien no es decir solamente lo que esa persona desea escuchar. Amar a alguien es decir lo que hay que decir, gústele o no le guste.
Aprendí a decir lo que hay que decir, mirando a los ojos, hablando de frente.
Aprendí que el cariño es algo que trasciende lo físico y que hay afectos que nos acompañan siempre y que durarán toda la vida.
Aprendí muchas cosas. Aquí las tengo en este corazón que late segundo a segundo y que expresa lo que siente, honestamente y sin doblez.
Al decir lo bueno, no quiere decir que en todo ese tiempo de la vida en el colegio junto a Madre Paloma, no se dieron contratiempos. Dije que ella era bravísima. Ella era además bastante impulsiva. (Por lo cual nos parecemos) No sé si aún ella siga siendo así.
Una vez alguien había llevado al colegio unos folletos “subversivos” sobe el Che Guevara. Resulta que soy hija de un papá de ideología marxista, lo que Paloma sabía. Sin averiguar la procedencia de los folletos, sin pensarlo y sin preguntarme al respecto, delante de “todo el mundo” me dio la repelada del siglo. Me dijo de todo lo que se le ocurrió en ese momento y además me agitaba tales folletos en las narices, repitiendo una y otra vez que cómo había sido yo capaz de llevar eso al colegio. Yo estaba atónita. De atónita pasé a estar sumamente dolida. Me sentía impotente. Yo no traje nada al colegio, respondí. Madre Paloma usted está en un error. Se puso peor, más furiosa todavía y después de decirme mentirosa me indicó que al otro día podría entrar a clases sólo con mi representante. Llegué a la casa y llorando se lo conté todo a mi mami. Ella sin esperar dos veces llamó a la monja por teléfono. Conversaron largo rato, entre otras cosas mi mami le dijo, que jamás en mi hogar me impulsarían a estar haciendo campañas subversivas de ningún tipo y peor aún iban a aprobar que lleve al colegio nada que esté prohibido sea de la ideología que sea. Y por supuesto, que en mi casa nos enseñaban a mí y a mis hermanas a no decir mentiras. Cueste lo que cueste decir la verdad.
Al otro día llegué al colegio con pesar. Estaba dolida. La Madre Paloma no había confiado en mí, no había creído en mis palabras.
Ella me esperaba a la entrada, saludo a mi mami, quien me acompañó como era lo previsto, luego me dijo: Me equivoqué y te pido disculpas.
Aprendí entonces que por mucha autoridad que tenga una persona, es mejor persona aún y tiene mayor autoridad si es capaz de reconocer sus equivocaciones.
Aprendí que la humildad es eso, y que ser humildes hace grandes a los seres humanos.
Recuerdo una ocasión en que, ya como ex alumna, la visité, conversamos de muchas cosas. Al final, cuando nos despedimos, Madre Paloma, quien me conoce muy bien, me miró y me hizo una pregunta: ¿Eres feliz? Pienso que sí, le dije. No, insistió. No es cuestión de que lo pienses. ¿Eres feliz? Sólo la miré a los ojos…
Hoy repasando esa pregunta sigo sin poder decir un ¡sí! contundente. Pero puedo decir que estoy en eso, tratando. En la vida he tenido muchos momentos felices. Muchos de los cuales los viví en aquel colegio querido, cuando aún faltando cinco y hasta diez minutos para la hora del recreo, con el pretexto de que iba al baño, corría hacia el timbre y llegaba antes que ella…
Felicito a la madre Paloma y a su grata pupila, por la valentía de publicar esta historia de vida. Es cierto, aquellos MAESTROS que con su severidad nos enseñaron a ser mejores personas, se están extinguiendo. Lo propio pasaba en mi Colegio Mercantil, con el recordado maestro laico Homero A. Velarde D. forjador de juventudes. A todos ellos nuestro aprecio y estima.