Yo quiero que alguna vez se escuche a otros abogados. Aquellos que no tienen el apellido rimbombante ni sean conocidos por sus suntuosos estudios jurídicos. Quiero que se escuche al defensor que muy temprano en la mañana se levanta a esperar en las afueras de la Corte para ingresar al juzgado a revisar personalmente sus procesos; no al que manda al practicante de universidad a chequearlos y que igual cobra un montón de dinero. Quiero que se escuche al que tiene el cuello de su traje curtido y raído porque ha tenido que ponérselo seguidamente pues o no tiene muchos ternos o mandarlo a lavar le cuesta. No al que ingresa a cada diligencia con traje de lino italiano nuevo anunciando además su llegada por el perfume que huele a metros, con actitud triunfadora porque ya todo está hablado. Quiero que se escuche a aquel abogado que huele a humilde y debe dar crédito a su cliente para pagar su defensa y no al que cobra por adelantado y hasta le da redactada la sentencia al magistrado. Al que merodea en los zaguanes alrededor del parque Centenario, esperando después del almuerzo la hora de la audiencia, para entrar secándose la frente con su pañuelo y exponer sus argumentos; no al que llega en un carrazo y es dejado al pie de la puerta junto con su séquito de asistentes y guardaespaldas, con quienes una noche antes estuvo también visitando la casa o invitando a una cena en un buen restaurante al juez. Al que en la audiencia cita artículos y códigos y no al que guiña el ojo al secretario.
Quiero que se escuche también al otro tipo de abogados. A esos probos hombres que, como Luis Antonio Arzube (+), por ejemplo, poseían todo lo que los ostentosos tenían: el buen estudio jurídico, buenos trajes, guayaberas y buenos autos, pero olían a decencia y caminaban rodeados, más que de guachimanes, de otros abogados que, desde su oficina a la corte, iban discutiendo el Derecho, en forma modesta y humilde, cobrando a crédito y por adelantado a su cliente; pero, por supuesto, sin guiñarle el ojo a nadie sino al proceso que llevaban en sus manos y que estaban seguros ganarían por la fuerza de los argumentos legales.
Esto que están leyendo a algunos seguramente les va a parecer chocante, pero no tiene nada que ver con complejos o resentimientos sociales. Quienes me conocen saben que no adolezco de eso. Lo que quiero, y lo resumo en esta frase, es que por primera vez en este gremio se escuche a los otros.
Porque nadie mejor que ellos para decirle al Ecuador y al mundo lo que pasa en ese sistema estatal, llamado judicial. No ve que ellos no es que no tienen, sino que no pueden “impresionar” – en el peor de los casos “coimar” o “amarrar” – , o más satisfactorio aún, “pagar” por algún resultado en el juzgado porque sencillamente no se lo permiten sus profundas convicciones morales. Ellos son los que han debido estar atrás y atrás de todo el andamiaje de sabores y sinsabores que empieza desde la burda espera por una diligencia aplazada y aplazada, que pasa por la descarada pérdida del proceso y llega a una sentencia plagada de atropellos. Saben perfectamente dónde empieza y termina la cadena de injusticias y por eso no son amigos de los jueces ni de sus secretarios ni de sus amanuenses. Son sólo abogados conocidos de ellos… usuarios.
Los otros sí son amigos y para ellos todo es fácil y a pedir de boca.¡Y claro que deben salir a la palestra pública a decir que no están de acuerdo con que se vayan! ¿Cómo van a hacer después? Con gente nueva y escogida a base de méritos profesionales y morales ¿con quién van a a hablar? ¿Cómo ganarán los juicios? No es que pueden… ¡deben gastarse el día recorriendo los medios explicando que la posibilidad de que sus amigos se vayan es inconstitucional!… porque sino están fritos y se les acabará el éxito. Igual aquellos asambleístas o políticos amigos. ¿A quién pegarán después el telefonazo? Deben matarse tratando de convencer que todo es ilegal. Deben disminuir el análisis del tema a la forma y no al fondo, que es el daño a las personas y a la fe pública…
Quiero que le pregunten también a las madres de los juzgados de la Niñez, a las víctimas de lo Laboral, a los atormentados usuarios de lo Civil, a los desgraciados – ¡porque sí que es una desgracia! – que afrontan un proceso penal. A aquellos que han vivido en carne propia el suplicio de esa idiosincrasia y no tienen para contratar ni al abogado decente ni al indecente y deben conformarse con el defensor público, que tiene miles de casos a su cargo, pero no puede resolver ninguno. A esos siéntenlos en los estudios de las radios. En los sets de televisión. A esos pregúntenles los periódicos. Que cuenten sus desgarradores casos. Escuchen también a los periodistas que tienen como fuente a la Corte y que debemos ser testigos mudos, por eso de la objetividad, de los atropellos a veces insólitos que se hacen a nombre de la Justicia. Sienten a los mismos jueces, secretarios y amanuenses decentes y conocedores del Derecho, que sí los hay y muchos, que están cansados de darle la mano y convivir con quienes no se merecen su saludo y compañía y ruegan todos los días por la depuración. Todos, sin importar las formas, les dirán una cosa y al unísono: ¡que se vayan!
Sr. Ruiz, lo felicito, es la primera vez que leo un artículo suyo y estoy gratamente impresionada por la claridad con que expone su parecer. Estoy, además, totalmente de acuerdo con lo que usted expresa. Siga adelante.
Impresionante. Habemos ciudadanos que pasamos la vida toda involucrados en las tareas comunes de la vida, depronto leemos artículos como estos y flass!! recordamos la triste realidad que vive a diario «la justicia» de nuestro país. Gracias Luis Antonio Ruiz por dar voz abierta a lo que ya no está oculto. Bendiciones