Somos hombres, simplemente somos seres humanos. ¡Cuánto nos falta para ser santos! La integridad es esa maravillosa virtud que nos permite, gracias a la templanza, mantenernos en la palabra, actuar como si siempre estuviéramos siendo observados por todos, que lo que pensamos, decimos y hacemos sea congruente siempre.
Cuánto debe haber sufrido Pedro al recordar las palabras de Jesús cuando cantó el gallo. El temor, el pensar que es mejor ocultar la verdad para poder lograr algo, entristeció e hizo llorar amargamente a Pedro, nuestro primer Papa.
¡Cuánto hemos hecho nosotros los humanos llorar a Jesús! “Tú eres piedra (Pedro) y sobre ésta piedra edificaré mi Iglesia.” ¡Cómo hemos ido desmembrando nuestra Iglesia que es UNA, Santa, Universal, creando otras Iglesias!
Es nuestra soberbia, nuestra falta de humildad, nuestra forma de querer acomodar a nuestra conveniencia la ley de Dios, ya sea al dejarnos llevar por la forma y querer imponer a los demás nuestra forma de ver las cosas, ya sea por querer tener más laxitud para perdonarnos nuestra forma de pecar. Todos en el fondo sabemos qué es malo, pero al mismo tiempo, sin que necesariamente pequemos, hay que aceptar que muchas veces es preferible escoger el mal menor. Nadie puede saber mejor que una persona, lo que ocurre dentro de ella y Jesús fue muy claro al advertirnos: “No juzguéis y no seréis juzgados.”
Recuerdo la historia de un muchacho que al ir a visitar a su novia, alcanzó a verla besando a un chico a la entrada de su casa. Se sintió miserable y resolvió acabar su noviazgo. Fue a la casa y ella, al abrirle la puerta sonriente, le dijo que estaba feliz, pues su hermano acababa de regresar de la militar. Tuvo que disimuladamente esconder para luego romper la carta de rompimiento.
¡Qué maravilloso sería el mundo si los hombres nos toleráramos más y fuéramos más comprensivos unos con otros! No es cuestión de no corregir, sino de hacerlo con firmeza y con amor, no con violencia y con odio. Hablando directamente con el otro, no haciendo daño con habladurías y destruyendo al otro por su error o por lo que consideramos su error. Muchas veces puede él tener más razón que yo en lo que expresa y mi soberbia ser la venda que me impide verlo.
Tolerancia, templanza, humildad e integridad son cuatro fundamentos para la caridad, la magnanimidad y la verdadera justicia.