22 noviembre, 2024

Recuperando archivos: El chico debajo del puente

Paula-dijo el padre Zambrano-quiero que me presentes a ese chico que quiere vivir debajo del puente.

Paula sonrió. Sabía que el padre Zambrano le estaba hablando de su hermano Victorino. Ella le había contado al sacerdote sobre las intenciones que tenía Victorino de “irse a vivir debajo del puente”…

A los quince años de edad, Victorino, se había planteado la futura creación de un grupo de seguidores de Cristo a quienes llamaría: “los predicadores callejeros”. Jóvenes que lo dejarían todo. Y, a la manera de Francisco de Asís, vivirían en la pobreza cumpliendo el único oficio de predicar el Evangelio. En su vida de pobreza, se mantendrían de limosnas y comerían sobras. No tendrían una casa. Así que siguiendo el ejemplo de su patrono de Asís, descansarían, si acaso, sobre un saco de papas y bajo el amparo de un puente.

Todo aquello Victorino lo tenía bien planificado hasta que llegó a los dieciséis. He aquí que el joven soñador, se lo pensó mejor. Parece que la reflexión llegó luego de ver caminar descalzo a un hermano franciscano, sobre las frías calles del Quito Colonial. O talvez, cuando pudo contemplar de cerca aquel típico corte de pelo de los Hermanos Menores, que sirve de escarmiento a la vanidad. Las antiguas e “imperturbables” ideas de pobreza fueron sustituidas por otras que han sido sazonadas con un condumio de opulencia. Victorino se dio cuenta que a él y a sus “seguidores” se les haría muy difícil el camino desprendido que suponía la estricta práctica del Evangelio. Así la nominación de “los predicadores callejeros” fue sustituida por la de “¡los pelucones de Cristo!”.

Se trata entonces, de un simple cambio de formato, porque el fondo continúa siendo el mismo: Seguir a Cristo y predicar su Evangelio. Sólo que ahora Victorino y sus “seguidores” tendrán dinero, buena comida y una casa confortable. Aunque igual, irán bajo el puente, de vez en cuando, para tener cierto contacto con los pobres del Señor.

En su momento, también soñé con seguir a San Francisco. Lo percibía muy cerca, lo imaginaba en sueños. Deseba con todo mi corazón alcanzar como él, aquel desprendimiento de lo material que nos libera. Deseaba también ir un día hasta Asís para de rodillas, demostrar mi devoción al santo…Todo cuanto uno desea por bien, y se lo pide a Dios, se cumple.

Sin haberlo planificado, llegué a Assisi, ciudad donde nació San Francisco y sede episcopal de Italia, situada en la provincia de Perugia.

Yo ahí, en medio de la gente, iba caminando despacio pisando las calles de piedra. Percibiendo el perfume de las flores y descubriendo en aquella belleza encantada, el aroma de la santidad. Aquel que se desprendía de la Basílica franciscana o quizá del monasterio del frente, el de Santa Clara.

En la iglesia mayor se hallan frescos de Giotto que representan escenas de la vida de San Francisco. Pero lo más bello está en la nave central de la iglesia. En el centro del templo hay un altar, el lugar más pobre y menos adornado de la basílica. Ahí abajo, se encuentra la cripta donde se custodia el cuerpo de San Francisco. Recuerdo que cuando llegué a aquel sitio, mis piernas temblaban. Me postré y con los ojos llenos de lágrimas que dejé caer sin preocupación alguna, agradecí a Dios el inmenso honor de haberme permitido “conocer en persona” a aquel santo que un día, hace ya muchos siglos, quiso ser uno más entre los hombres.

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