Todo animal es egoísta y el hombre no es una excepción.
Todo animal es cruel y mucho más cruel con los otros de su misma especie. Si vemos para atrás en la historia, debemos reconocer que sí se han logrado avances importantes en relación a la forma como actuaba el ser humano en siglos anteriores.
Pensemos en la condena y muerte de Cristo. Fue juzgado y condenado injustamente. Se lo azota, se lo escupe, se lo insulta y se lo veja, se lo corona con espinas, se lo golpea y luego, sin ropa, se lo clava contra un madero en forma inmisericorde.
Sólo pensar en esa forma de tratar a un criminal, por más culpable que sea hace que sintamos escalofríos, peor aún cuando el mismo Juez declara que no encuentra en Él culpa alguna. La forma como se trataba a los esclavos en la antigüedad, a quienes se encadenaba a los remos así la nave se hunda y se los azotaba para que remen. El circo romano, echar a los esclavos o presos a los leones o a otros animales para divertir al pueblo, es más que un crimen, una aberración criminal. La vida de un hombre en esa época, sólo tenía valor si el hombre era alguien para los que convivían con él, porque aunque hubiera sido noble en su tierra, si era capturado, pasaba a ser esclavo y a ser tratado en la misma forma. La crueldad humana siguió.
Recordemos la guillotina, la horca y las máquinas de tortura, que han sido las formas sofisticadas de asesinar a las personas ya sea porque cometieron algo malo o porque su forma de actuar no gustaba a los que ostentaban el poder. Pensemos que hasta el siglo XIX e incluso en el siglo pasado, aún teníamos esclavos y tratábamos a nuestros enemigos peor de lo que se trata a los animales.
No por gusto se ha acusado al hombre de ser lobo del hombre. Los grupos de defensa de los derechos humanos han hecho mucho en favor de los marginados. Es indudable que el capitalismo se preocupaba sólo de los que poseían algo dejando al margen a los desposeídos, lo cual es injusto y criminal. Como lo declara la Doctrina Social de la Iglesia, el hombre, sólo por el hecho de existir tiene todos los derechos. Está muy bien y debe ser muy tomado en cuenta el derecho de los desposeídos, pero sin dejar de lado los derechos de los poseen algo. Todos tenemos los mismos derechos. Muchas veces nos olvidamos del derecho del asesinado, del asaltado, de la mujer violada, por defender los derechos de los que trasgredieron la ley. No se puede obligar a los demás a pensar como pensamos o a actuar como actuamos. El respeto es y debe ser la norma que rija para todos los seres humanos, tengan o no, necesiten o no. En el momento en que el ser humano comprenda que debemos respetarnos mutuamente, respetar las ideas ajenas en la forma como quiero que se respeten mis ideas, que aprendamos a ser tolerantes con los demás, empezaremos a vislumbrar un mundo en el que sea una alegría, no una zozobra vivir.
Le pido a un taxista que me lleve al Palacio de Justicia en Guayaquil. El taxista me responde: dónde está localizado ese palacio?
Yo le digo que es el edificio frente al Parque del Centenario y a la Casa de la Cultura. El taxista me dice: Hable serio pues pana, explíquese mejor, usted va a la «cueva de Ali Babá y los cuarenta…» media sota le cuesta ese viaje.
(Yo le respondo, preocúpese por lo espiritual pana, no por lo material! si llegamos antes de las 12, le doy la sota completa. EL taxista aprieta el acelerador haciendo chillar las GOODYEARS…)
Esa percepción del taxista sobre el tal palacio, es no sólo percepción anecdótica jocosa. Es la descripción de una realidad que ha victimizado por décadas al pueblo inocente que no tiene donde acudir cuando es presa de la injusticia. Es lugar común decir que el que no tiene padrino no se bautiza, o que hay que dar para las colas, o que hay que dar para el aceite cuando se necesita que un proceso judicial «ruede» o avance.
Y este estado del sistema judicial a nivel del diario vivir de ciudadanos sencillos, se repite, por supuesto en cuantías millonarias, a nivel de los grandes negocios, causas y clientes (ilustres abogados de la ciudad son los protagonistas).
Ser partícipe de ese modus vivendi, ora como testigo, ora como beneficiario, prestando oídos sordos a los clamores de demanda por restructuraciones; o ser autoridad y no interrogarse críticamente sobre los cambios que el quehacer judicial demanda; es inconsecuencia.
Ahora que se quiere, por mandato popular, sistematizar y profesionalizar las actividades judiciales se pone el grito en el cielo.