22 noviembre, 2024

Las cruces

Rafael Pombo, poeta, escritor, fabulista, traductor, intelectual y diplomático colombiano nació en Bogotá en 1833, cuando sus padres, miembros de la aristocracia de Popayán, viajaron a Bogotá al ser designado su padre, Secretario del Interior por el General Santander.

Luego viajó a Estados Unidos, donde residió 17 años, volvió a Bogotá donde trabajó como traductor y periodista, fundando varios periódicos, como El Cartucho y El Centro. También trabajó como libretista de óperas con buen éxito.

En 1905 fue coronado como poeta nacional de Colombia. En 1912 fue nombrado miembro de la Academia colombiana de la lengua, de la que fue su Secretario perpetuo. En 1912 el Gobierno de Colombia honró su memoria nombrándolo Gloria de las letras colombianas.

Rafael Pombo nunca decidió publicar sus poesías, ni aprovechó sus últimos años para compilarlas. Cuatro años después de su muerte se abrió su habitación y se encontraron sus poesías, entre las que destacan principalmente sus poesías infantiles, como El renacuajo paseador, La pobre viejecita, Mirringa Mirronga, El gato bandido, Cutufato y su gato, y varias poesías más.

Quiero en esta ocasión presentar de este autor el poema “Las cruces”, hermosa poesía donde describe el drama de un hombre que se queja del peso de su cruz (pues todo hombre debe cargar la suya) y Dios cansado de escucharlo, decide permitirle cambiarla por otra.

Vale la pena leer este hermoso poema:

Las cruces

Rafael Pombo

Lamentábase un hombre amargamente
del peso de su cruz (pues no hay viviente
que no cargue la suya),
y el cielo, de escucharlo al fin cansado,
díjole: “Deja, pues, la que te he dado
y escoge otra por tuya”.

Y al pie de la montaña el triste vino,
a la estación, do cada peregrino
su cruz y rumbo coge;
y allí dejó la suya y encontrando
muchas donde elegir, las fue probando,
para ver cual escoge.

Una entre todas su atención sedujo
por ser de oro macizo: cruz de lujo;
pero cruz tan pesada
que no la pudo alzar. Probó enseguida
una con ramos de laurel ceñida,
mas la halló ensangrentada.

Otra, que orlaban rosas peregrinas,
hirió con agudísimas espinas
sus hombros no muy sanos.
La cuarta, que adornaba áurea corona,
castigó levemente su intentona,
quemándole las manos.

Otra pesaba poco: estaba hueca
y él exclamó regocijado: “Eureka…”
mas su seno escondía
una víbora atroz que el diente fiero
sacaba a cada paso del carguero
y el hombro le mordía.

Otra necesitaba de ayudante,
que era su peso enorme, exorbitante,
de aterrar a cualquiera.
Otra era negra, dura como el hierro,
un lazarillo iba al costado; un perro
a la punta trasera.

Y así las fue excluyendo, una por una,
y cuando ya pensó no hallar ninguna
que no fuese un gran duelo,
dio al fin con una y dijo: “¡Hágote mía!”
…y era su antigua cruz, la que le había
predestinado el cielo.

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