Dirigir procesos, liderar cambios humanos no es fácil, sobre todo en una época en la cual se privilegia el individualismo, el egocentrismo, la soberbia intelectual, todos ellos filtros mentales u obstáculos de la mente que son, sin dudas, aprendidos digamos aprehendidos como resultado de una formación, escasa en su exposición al entorno de conductas como la solidaridad, la honestidad, el respeto a la dignidad del otro, la sencillez y la humildad entre otras manifestaciones excelsas de la realización humana.
Dirigir no es liderar, pero lo óptimo sería que ambos vocablos participen de una inequívoca simbiosis que sea referente específico de la eficiencia y efectividad de un ser humano, de una comunidad humana, del universo tal cual fue pensado por el Creador. Desde mi particular óptica de católico convencido y de pensador independiente no es posible perdonar, en toda la extensión conceptual de lo que significa- sin olvidar. Queda una espina clavada en el corazón, una molestia continua en el cerebro, un vacío doloroso en el espíritu cuando, a pesar de haber perdonado –en forma declarativa- se conserva la necesidad insatisfecha del desquite, de la venganza o de las ganas de “cobrarnos” palmo a palmo los agravios.
Los prototipos universitarios actuales, quienes aparentemente les tocará dirigir y liderar los países, las regiones, al mundo, se los prepara bajo la creencia –totalmente errónea- de que aceptar un error, de que pedir disculpas o de que reconocer la verdad en otros es una manifestación de debilidad, nada más contraproducente con un mundo en el cual la adaptabilidad a entornos cambiantes, la convivencia en la aldea global, la migración, el lograr objetivos en equipo, resultan necesidades que una vez satisfechas generan grandes retos y resultados para nuestra generación. La formación superior recibe de los hogares, jóvenes –hombres y mujeres-, en muchos casos marcados fatalmente con las costumbres familiares o sociales que de manera desaprensiva han “adoctrinado” al estudiante para que refuercen los yerros comentados a través de modelos culturales como el del machismo, la ley del más fuerte, el feminismo extremo, la selección natural darwiniana aplicada a la sociedad y el hedonismo.
Configurado así el “pacto secreto” entre la sociedad y la universidad resulta que las nuevas generaciones toman decisiones en función de los patrones culturales caducos en los cuales han sido formados y por tanto pareciera que van contra las mismísimas necesidades del mundo deseoso de perpetuarse.
Firmemente creo que la gente –salvo aquellos marcados con fatales disfunciones genéticas en su cromosomía que los orientan hacia la agresividad y hasta al crimen- no es mala “per se”. Muchos de quienes actúan de manera contraria a la naturaleza no son malos, afirmo, sino que están equivocados, cabalmente equivocados por habérseles negado reiteradamente una formación moderna y humanista, real y auténtica, axiológica diría, de manera puedan vivir en un mundo tal cual el que nos toca, y porque ellos y ellas se han negado una y otra vez a ver a sus semejantes como sus pares, con aciertos y errores, con contradicciones y faltas, pero de ninguna manera como enemigos o como competidores.
Todos los días, en nuestra existencia nos “tocamos” con personas tal cual mi artículo detalla. Hace falta mucho coraje para aceptar que nos equivocamos y para ver a mis hermanos a mi propia imagen y semejanza. Cuesta mucho, por supuesto, pero tal cual la amputación de un dedo puede salvar a todo el cuerpo, la extracción radical de los sentimientos de odio, venganza o revanchismo, salvan el espíritu, lo purifican y lo muestran decidido a encontrar el camino verdadero hacia la plena realización personal y humana.