“Lo que la natura no da, Salamanca no presta”. Hay cosas que nadie las puede remediar. El gamberrismo es una de ellas. El gamberrismo, además es una suerte de no universidad de la vida donde es fácil graduarse porque requiere simplemente hacer lo que le viene en gana. Es un patrón cultural, es como un tatuaje irreversible que llega a caracterizar a una persona que por lo general se suele asociar con otros llenos de sus mismas falencias educativas.
Hay gamberros ricos y hay gamberros pobres. Los pobres en cierta forma se explican a sí mismo por esa reacción propiciada ante la desigualdad social. Pero Dios nos libre de los gamberros ricos porque realmente ellos si tuvieron las oportunidades de aprender las reglas de la convivencia social organizada, y las rechazaron por simple ociosidad. Estos gamberros ricos suelen ser, además, “chéveres” lo cual implica una petulancia y un auto engreimiento que se expande a su nivel familiar, a sus hijos, parientes y vecinos que los consienten quizás porque no quieren hacerse de peores momentos.
En estas circunstancias narro mi sábado pasado, cuando lastimosa o ventajosamente mi celular perdió la conexión con las redes sociales. Me hubiese gustado trasmitir en vivo, vía twitter, los eventos, pero aproveché mis opciones pues jugaba Emelec contra Deportivo Cuenca, y luego seguí con la TV mirando una serie muy agradable, “The goodwife” que la recomiendo.
Esta vez llegaron parlantes de mayor envergadura sostenidos con trípodes para alejarlos de la arena. Hubo preparación y alevosía. Ya me había advertido un amigo twittero que se organizaba una fiesta playera porque algún adolescente del edificio OLYMPUS cumplía 35 años de edad. Por lo demás los mismos actores principales de la semana pasada. Empezaron con cautela y mantuvieron un volumen de hasta 60 decibeles y con una música que finalmente no perturbaba para ver televisión. Mediante un twitter incluso me invitaron a bajar cosa que desistí porque hacerlo era seguir un juego de hipocresía, tal como lo hacen los condóminos de ese edificio que no se atreven a refrenar los atropellos culturales a los cuales se han acostumbrado. Respondí que la música estaba aceptable de nivel. Luego el servicio de conexión de redes se interrumpió.
Con ánimo apacible seguí en lo mío escuchando esa música ajena controlada en su volumen, pero acompañada de vez en cuando de voces disonantes que invocaban mi nombre en determinados momentos cuando se lo subía a 100 decibeles para que yo lo oiga bien. Fuck no se qué, fuck no se cuanto, y luego “Henry Raad arroba punto com”. Ya avanzada la noche se despidieron con volumen alto y con una serenata entonando eso del fuck. En esas circunstancias tomé la decisión de escribir esta entrega, que es realmente mi única y mejor herramienta. Ellos tienen su gamberrismo y yo esta facultad de escribir sin tenerles temor. Finalmente ellos demostraban mas aún su naturaleza humana y yo no podría bajarme a ese nivel.
Pero es hora de hacer un llamado de atención a todos los condóminos del OPLYMPUS. Es prerrogativa de ellos permitir que se degrade el valor de su propiedad. Quien convive con gamberros no se da cuenta cuanto contamina a su propia familia ya que los humanos actuamos por ondas imitativas y los jóvenes terminan haciendo aquello que de sus mayores ven hacer. Los copropietario quedan como cómplices, encubridores, o miedosos de hacer prevalecer sus derechos que la Ley de Propiedad Horizontal les otorga. Finalmente ellos son culpables porque durante tantos años han permitido que se desarrollen están malas costumbres al interior de su propiedad. No supieron cortar a tiempo tamaños desafueros, y dentro de pocos años se multiplicará el efecto nocivo causado ya en las generaciones nuevas que han visto a sus padres hacer del gamberrismo su hábitat natural.
Veamos que nos espera la próxima semana, porque sin duda gamberros son, y gamberros siempre serán.
Lo entiendo perfectamente en su trance, Henry.
En el conjunto residencial donde vivo con mi esposa, vecinos irresponsables pasean sus perros de toda factura y tamaño sin sujetarlos con correas como la ley y el sentido común mandan. Los animales ensucian calles, veredas, jardines y vehículos ajenos ante la mirada de sus dueños, también animales (no por tratarlo con bajeza, sino por su incapacidad de razonar y medir el daño que ocasionan).
En un par de ocasiones me he visto en la necesidad de enfrentar a estos animales (los que tienen dos patas y visten ropa) y hacerles saber mi molestia por la suciedad que traen a mi jardín y a mis vehículos. En una ocasión aceptaron y recogieron sus restos; en otra ocasión se molestaron por el reclamo. La tercera ocasión les presenté una denuncia en una comisaría municipal para que los pongan en vereda.
La administración del conjunto residencial ante este problema prefiere hacer mutis por el foro. Tienen suficientes problemas administrativos y de gestión como para hacerse cargo de otro peso más. No les importa.
¿Que esto es un problema del «modelo de gestión municipal» me dijeron por ahí? Entiendo que el descamisado y desposeído actúe de esta manera, pues en sus poquedades, la capacidad de preveer males es limitada; pero que un animal (los que tienen dos patas y visten ropa) con dos o tres vehículos en su haber, con hijos, con un poder adquisitivo que supongo nace de su nivel académico universitario de «excelencia», lleve a su perro a deponerse al frente de la casa de su vecino, pregunto yo ¿qué tiene que ver el municipio en eso?
En GYE para los irrespetuosos, los gamberros, los irresponsables o los animales (los que tienen dos patas y visten ropa), existe el 112. Llame y denuncie. Paremos nosotros mismos a estos sujetos de mal vivir.