21 noviembre, 2024

Un Violonchelo en Venecia

“Amor, habla más bajo” el tema musical de la película El Padrino, a donde Marlon Brando se
quedo para siempre en el recuerdo y Al Pacino en mi loca idea de bailar con él, un vals en Venecia.

Venecia tiene su encanto, y en mi un peculiar recuerdo. Era el año 2002, junto a mi hija Lidia
viajamos a Italia para asistir a la canonización del entonces beato Josemaría Escrivá de Balaguer,
sacerdote fundador del Opus Dei, de quien soy una agradecida devota.

Del viaje quedan muchas anécdotas, entre las más preciadas, haber estado muy cerca de Juan
Pablo II, quien pasó saludando desde el papa-móvil a los miles de fieles congregados en la Plaza
de San Pedro, el seis de octubre, día de la canonización. Roma era una fiesta. En la misma época,
se había realizado además la canonización del padre Pio. Las calles estaban atiborradas de gente.
Gente de muchas nacionalidades, inclusive de distintas religiones.

Llegar a la capilla Sixtina fue toda una odisea. Ya en el lugar, la idea de salir de ahí no pasaba por
mi cabeza. Fascinada ante la espectacular obra de Miguel Ángel, el Juicio Final, los pies se habían
quedado anclados en el piso. Lidia, de catorce años sentía mareos y mucha hambre. En esos viajes
a donde uno va de apuro y de sitio en sitio, se come poco. Espera un poco más, le decía, mira ¡que
belleza!

Al fin salimos y llegamos a una pizzería cercana. La fila para comprar la pizza era interminable.
Logré comprar una sola porción, que apenas probé, ya que le di a mi hija la mayor parte. Nada más
rico he comido que aquella pequeña porción. Un pedacito de la auténtica pizza italiana.

Entre otras cosas, subimos de rodillas la Scala Santa, pidiendo misericordia ante cada gota de
sangre de nuestro Señor Jesucristo. Pero lo mejor de lo mejor no había llegado aún. Llegaría
después. Logramos cambiar el itinerario y en lugar de ir a Imola, llegamos a Asís y disfrutamos
de la maravillosa experiencia de estar “en vivo y en directo” con San Francisco. Uno de mis santos
favoritos. Después llegar a Florencia y disfrutar del arte y la belleza de esa ciudad encantadora,
siendo la Basílica de la Santa Croce, la que se robó mi corazón. De ahí, el nombre de mi casa.

Y al fin Venecia. La plaza de San Marcos con cientos de palomas, las góndolas, las casas de
los “famosos”, Goethe, Marco Polo, y otros más…las tiendas con ropa, carteras, zapatos. –Me
encanta Gucci, -le dije a mi hija Lidia. –Vamos a entrar y compraré una cartera. Como está muerto
seguro están rematando todo y estarán muy baratas las carteras. ¡Mira! Que linda esa de ahí, dije
señalando la vitrina. La cartera me está esperando. Acabamos de tener un contacto extrasensorial,
ella y yo. Y puse cara de felicidad.

-Mami, dijo Lidia-Gucci es carísimo. Y si está muerto todo será más caro aún.

No seas pesimista respondí. Entremos. Vamos a ver cuánto cuesta “mi cartera”.

-Tres mil ochocientos dólares-dijo la amable señorita.

Miré a Lidia, ella sonrió, yo estaba sorprendida. –Señorita, dije-¿está segura? ¿No están con
descuentos? Gucci ya murió ¿no? – ¡Ah!respondió ella quiere algo más económico. Aquí hay
algo, mire, ¡qué linda cartera!-Si, dije, pero no es tan linda como “la mía” (la que había visto en la
vitrina). De todas maneras, pensé, si no es tan cara, la compro. Igual es muy bonita.

-¿Cuánto cuesta ésta, más económica?-Dos mil novecientos noventa y nueve dólares. ¿Qué tal?
¿La lleva?- Yo pensé por un momento- Lidia se acercó y dijo a mi oído: “Solo si quieres que mi
papá te mate, la podrás comprar”.

La verdad, no, respondí, no la compraré, gracias. Mi hija y yo vamos a dar una vuelta y luego
regresamos por aquí. No es lo que quiero.-puse una mueca en mi cara que quería decir que la
cartera no me gustaba- Seguiré buscando. Mientras yo salía decepcionada por no haber podido
comprar “mi cartera” y además indignada por esos precios astronómicos, pese a que Gucci estaba
muerto y enterrado y su viuda se encontraba en líos con las leyes italianas, una “chinas” entraban
a la tienda. Arrasaron con todo. Se llevaron media tienda y con ellas también se fue “mi cartera”.
Las odié con toda mi alma.

¿Te das cuenta, Lidia? “Los chinos” son una plaga, le dije. (Fue un sentimiento momentáneo, no
tengo nada en contra de los chinos. Chinitos buenos amigos míos)

Lidia se reía de mí. Le quedó claro que tiene una madre loca, que es capaz de preguntar lo
impensable, haciéndola pasar una y mil vergüenzas. Lo peor llegó después. Paseamos en góndola,
yo siempre atenta por si acaso los gondoleros se quisieran propasar, éramos dos mujeres solas.
Sobre todo temía que fueran terroristas disfrazados. Eso, debido a que el terrorismo está de moda
desde esa época, mucho antes inclusive. También pensé que podían ser parte de alguna banda de
mafiosos italianos con odio acérrimo a los sudamericanos. Por lo que podrían tratar de matarnos
en cualquier momento. Así que de cualquier forma debía estar atenta.

Terminado el paseo en góndola, di gracias a Dios porque salimos vivas. Fuimos caminando por las
angostas calles, recorriendo cada lugar importante. Mami, dijo Lidia, ya son las cinco. A las cinco
nos esperaban a todos en el embarcadero. Vamos mami. Ni lo pienses. No dijeron a las cinco sino
a las seis, como siempre. Nos vamos a quedar aquí, escuchando al tipo que toca el violonchelo. La
música sonaba mientras yo soñaba, viéndome a mi bailando el vals con Al Pacino. El agua subía de
nivel y pronto en la plaza San Marcos no quedaba nadie, excepto Lidia, yo y el violoncelista, que
pronto desapareció de nuestra vista.

Ahora si vamos, le dije, se está poniendo oscuro y esto se va a inundar. No encontramos a
nadie. Un sin número de vaporettos que iban no sé a dónde. El nuestro no estaba. Y la gente de
nuestro grupo tampoco. Mami, dijo Lidia, nos quedamos del vaporetto, cómo vamos a regresar

al hotel. Intentaba recordar el nombre del hotel, y nada. Nos acercamos a la boletería, pedíamos
información en inglés. ¡Lida habla tú! Tu inglés es perfecto, creo que no me entienden por mi
acento. ¡Italianos de merda! Dije, ¡¿porqué no entienden el inglés?! Al fin, un par de buenos
samaritanos nos auxiliaron. Dos chicos de unos veinte años cada uno. Nos pidieron algunas
indicaciones, se las dimos. Vengan dijeron, vamos a un lugar cercano a dónde puede quedar su
hotel. Les diremos a donde bajar. Subimos con ellos al vaporetto, se encargaron de hacerme
seguirlos como perro faldero de un lado a otro. Iban de aquí para allá. A propósito, riéndose de mí.
Lidia quería matarme pero no se atrevía debido al cuarto mandamiento y al quinto que le sigue.

Al fin nos indicaron a dónde desembarcar. Bajamos. La calle estaba desolada. Caminamos hasta
una estación de buses. Un gentil y por supuesto guapo carabinieri, al notar mi desesperación
nos guió amablemente y prácticamente nos dejó instaladas en el bus que nos llevaría al hotel.
El mismo que aún no estaba segura de que era el nuestro. Ya en el bus me entró el pánico. Fue
cuando se subieron unos marroquíes. ¡Estos sí son terroristas! Pensé. Lidia, hijita pase lo que
pase, sálvate tú, de mi no te preocupes. Lidia no sabía a dónde meterse para estar lejos de mí.
A mi lado, un apuesto señor me miraba. “Signori”-le dije a gritos (recordando como hablaban
italiano en la novela brasilera Terra Nostra)-“salve a la mía filia” Ella debe llegar al hotel, unirse
al grupo, “¿capici?” Luego ha de regresar a Ecuador, junto “al suo papa” “¿capici?” El hombre no
podía más, se reía en mi nariz. Señora ¡por favor! Llevo una hora tratando de que me escuche, yo
hablo español. Deje “su italiano”. Ya está aquí, deben bajar, ahí está su hotel Seguro que es ese.
Vayan.

Yo me despedí del amable caballero. “¡Arivederci, Signori!” Mi hija se tapaba la cara. Llegamos. Era
el hotel.

La hora fijada para encontrarnos en el vaporetto era las cinco de la tarde.

Desde entonces no olvido llevar junto a mí la tarjeta del hotel al que llegó, en cualquier viaje. Y por
el lado de mis hijos, tienen la consigna: No le hagan caso, y no se queden con ella mientras sueña
o se le ocurre cualquier idea. La obligan a regresar a la hora acordada.

Pero, pienso yo, ¿qué es mejor? Que todo salga como lo planeado o vivir aquello inimaginable. Ese
algo diferente y medio loco que dará a tus recuerdos un poco de sal y de alegría.

Nota: las palabras en “italiano”… es así como las pronuncié. Si están mal escritas no es
coincidencia.

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