Cuando era niña solía jugar al “concurso de belleza” y también a “viajemos a Costa Rica”.
El concurso de belleza lo hacía vistiendo a mis muñecas, sobre todo a Mariquita y a Karyna, con los vestidos que mi abuela Carlota cosía para ellas. Las ponía a todas bien arregladitas, paradas, apoyadas en la pared y empezaba a discernir cuál sería la ganadora.
Viajemos a Costa Rica, lo jugaba con mis primos Rossella y Piero, cuando ellos venían de visita ya que vivían en Esmeraldas. Nos encerrábamos en el amplio closet que yo tenía para guardar los juguetes, ese era el avión. Y de ahí partíamos a Costa Rica. ¿Por qué Costa Rica? Porque ahí vivían nuestras tías, la tía Carmen y la tía Gloria, y tal vez por el deseo de ir a verlas no se nos ocurría otro destino. Pasábamos horas imaginando el viaje, “metidos en el avión”.
Recuerdo que en mi cuarto cumpleaños me regalaron mi primer “tocadiscos”, junto a él un disco de 45 que contenía dos canciones de Sandro de América, “Una muchacha y una guitarra” y “Porque yo te amo”. Con un improvisado micrófono solía pasar el tiempo cantando esas canciones a viva voz. Para cantar con ganas, no era necesario un moderno karaoke.
Cuando fui a la escuela, me encantaba mecerme en el columpio; y cuando fui más grandecita, jugar al “vale con vida” y a la “quemada”.
Fuera del tocadiscos, que habrá tenido su valor, ya que eran escasos, los demás juegos dependían de la imaginación y las ganas de pasarla bien. Diferente a lo que ocurre ahora, cuando chicos y chicas necesitan de equipos sofisticados y de la alta tecnología para poder recrear sus momentos de ocio. Requieren de reuniones todo el tiempo, de fiestas, de viajes (al exterior). Sin olvidar el Ipod, el Iphone, porque inclusive el simple celular y el Blackberry ya están “pasando de moda”.
Era lo máximo jugar en carnaval, con mi mami mojándonos a todos con una jarrita de agua, y esperar la Navidad por el simple hecho de que la pasaríamos en familia y escucharíamos las historias de mi abuelo Armando sobre su estricta formación con los jesuitas franceses, o de mi abuela Carlota quien era especialista en leyendas de apariciones y fantasmas.
En mi familia, mis tíos Eduardo y Fernando eran buenos cantantes y con la música de sus guitarras animaban esas reuniones.
Para fin de año me entusiasmaba saber que, justo el 31, mi abuelito Ramón pasaría por mi casa dejándome mis chocolates favoritos y una moneda de “un sucre” para el viejo (en realidad para mí). Luego salir a caminar con mi papi, en un largo paseo por el malecón de Guayaquil, a dónde encontrábamos amigos en cada esquina y nos deteníamos a conversar.
Y los cumpleaños…bueno bastaba con la torta y el helado, y que llegará una tarjeta del abuelo escrita con amor, la visita de los primos y un detalle de alguna amiga (como un papelito con una frase, un dibujo o un caramelo) y luego conversar, reír y bailar hasta el agotamiento.
Hoy, me quedo perpleja ante las exigencias de la niñez y de la juventud para poder pasarla bien y ser felices. Yo misma caigo en la trampa del mundo y su arrolladora fantasía, y en más de una, me he vista planificando viajes innecesarios, comprando cosas sin sentido y llenándome de complicaciones banales, para brindar a mis hijos una felicidad falsa, pues la verdadera, como lo fue para mí, está en medio de las pequeñas cosas.
Ser niño es ser. Auténtico, feliz y simple. Que nuestros niños nos encuentren recuperando ese gusto por la moda del ayer, la que nos sorprendía comiendo ciruelas, grosellas o mangos, enfermando de tifoidea o salmonelosis, pero disfrutando la vida, sin necesitar de la credit card adicional de nuestros padres. La misma que en esa época tampoco existía, y no por ello nuestros padres eran menos, y pienso que encima aunque no nos daban tanto, los respetábamos y los amábamos más.