La muerte del P. Carlo María Martini s. j. me ha golpeado emocionalmente. Este viernes
31 de agosto, mientras el fin de mes en esta fenicia Guayaquil se descuadernaba como
loco rumbo a la noche, Twitter trajo a mi desasosegada mente que esperaba la atención
de un funcionario público, la infausta noticia de la muerte del hoy por hoy más preclaro de
los jesuitas que la Compañía se preció en decir “es de los nuestros”.
Habrán sido dieciséis o diecisiete años la edad. El lugar sí lo recuerdo perfectamente:
un viejo árbol plantado a las afueras de la biblioteca del colegio Javier de los jesuitas
guayaquileños. El bullicio del primer y segundo recreo hacía mutis para mí. Ensimismado
en una apasionante lectura me encontré a lo largo de varios días con mi cabeza metida
entre las páginas de una preciosa obra: “¿En qué creen los que no creen?” Un intercambio
epistolar entre el brillante semiótico Umberto Eco y el purpurado piamontés de los
registros de la Compañía de Jesús italiana. Allí conocí a Carlo María. Eco ya había pasado
por mis manos con “En el nombre de la rosa”.
En el epistolario Martini hablaba desde su autoridad como hombre de mente abierta.
¿Mente abierta un cardenal católico, dirán los jóvenes progresistas de hoy? Pues sí.
Entre los de la Compañía esto de la apertura mental y la indiferencia ignaciana es común.
Cuando una brillante inteligencia se complementa con un espíritu humilde, una prosa
precisa y un verbo que convence, tenemos a Martini, como tuvimos a Pedro Arrupe o
como tuvimos a Alberto Hurtado, o a Karl Rahner, John Courtney Murray, Pierre Teilhard
de Chardin, Rutilio Grande García, Michel de Certeau o al célebre Jacques Dupuis. La
muerte de Carlo Ma. hiere a la Compañía y la obliga a de sus filas empujar un nuevo
exponente de su visión cristocéntrica del mundo. ¿Es esto desobedecer el Canon o el
Catecismo? No. Esto es renovarse y llevar esa renovación a las fronteras físicas y del alma
donde el nombre de Cristo no se pronuncia por temor, por ignorancia o por hedonismo.
El debate no era problema para el cardenal de Milán. Es de fama mundial entre teólogos
y filósofos de la academia occidental que Martini gustaba de la plática sencilla y de altura,
pero de altura no para la vanagloria de su ego, sino para la mayor gloria de Dios. Desde
ese magis que lo interpelaba se atrevió a hablar y debatir con rigor racional y equilibrio
espartano sobre la ordenación de presbíteros mujeres, la evolución del voto de castidad
entre los sacerdotes, el incesante diálogo paritario entre religiones y cosmogonías, la
eutanasia; pero si algo resulta rutilante en su discurso y agenda, es su siempre presente
llamado a convocar un nuevo sínodo que proyecte a la modernidad el espíritu de
avanzada que inundó el Concilio Vaticano II y que unos decidieron secuestrar en los
escritorios de un dicasterio romano. ¿No es esto lo que esperamos los católicos, una
iglesia nueva, inclusiva, la del diálogo con el mundo moderno? La Escuela de la Palabra
y la Cátedra de los No Creyentes (obras de Martini) son una muestra vívida de que ese
diálogo es posible, con espíritu misionero, contemplativo en la acción. De esto saben los
de Ignacio y mucho.
“La Iglesia está cansada… nuestras salas de oración están vacías”. “Los católicos no
tienen confianza en la Iglesia. Nuestra cultura ha envejecido, nuestros templos son
grandes y están vacíos, la burocracia eclesiástica aumenta, nuestros ritos religiosos y
nuestras vestimentas son pomposos”. El P. Martini sentenció así en una postrer entrevista
que publicó este sábado 1 de septiembre el Corriere della Sera. Genio y figura hasta la
sepultura, Carlo Ma., estando a tumba abierta no descuidó el rigor de su discurso próximo
a su muerte. Siguió con su misma arenga tan sostenida, propia de un convencido. Sus
interlocutores (académicos, políticos, católicos, ateos, etc.) reconocen en el P. Martini
un singular método de conversación que como patrón ético y dialéctico, él desarrollaba
en sus conversaciones: siempre dispuesto a escuchar las razones de su oyente, construir
consensos en convergencias evidentes, y nunca descalificar ni atacar al hombre
(argumento ad hominem, nos enseñaron los jesuitas al filosofar). La Iglesia, tan aferrada
a las formas para suplir sus flaquezas, ha olvidado que la misa es una reunión de amigos y
hermanos; que es una celebración donde nos encontramos no para amilanar el alma sino
para despertar en Cristo, con Cristo y para Cristo, reflejado siempre en el prójimo.
“Dios sabe escribir derecho con líneas torcidas”. La Compañía de Jesús celebró la
septuagésima Congregación de Procuradores del 9 al 15 de julio pasado, en Nairobi,
Kenia. Después de la 35 ta. Congregación General jesuita (que dio con la elección vía
murmuratio del P. Adolfo Nicolás s. j. como General de la Compañía), esta reunión de los
Procuradores es una expresión de la Compañía y su compromiso de tomar desafíos y al
asumirlos, enfrentar la dificultad con espíritu de resolución. Que la Compañía atraviesa
mares oscuros y difíciles no es noticia (¿Cuándo no ha sido así?); la Iglesia como tal y
nuestra bimilenaria fe, navegan el mismo oleaje. El desafío radica en la creatividad para
atender la dificultad, expresar esa creatividad no desordenada e irresponsablemente, sino
encaminada a reverdecer nuestro credo. Es tiempo ya, la Compañía lo sabe y siente desde
el siglo pasado. Martini lo supo y lo sustentó.
“La muerte es cambio”, me dijo un querido y sabio jesuita ante el fallecimiento de un
familiar político a quien estimé mucho en vida. Al terminar esta columna he vencido el
golpe emocional que la muerte de Carlo Ma. me produjo. Entiendo que su muerte en la
tierra es para asumir la inmortalidad de quien con honestidad, mantuvo su palabra y vida
coherentes a las alegrías de su espíritu. Contento, Señor, contento: en este embravecido
océano de apostasía, dudas e inopia, solo resta seguir. Los cambios en la estructura
eclesial se darán, el cuándo es una incógnita, pero cuando lleguen, que nos agarre con el
corazón abierto a oír en humildad.
Requiescat in pace Carlo María.