“Muero sin ti, vivo en una prisión, pasas por mí. ¡Cuarenta grados!” Dice Magneto. Así es, a veces
parece que vamos a morir si no conseguimos estar cerca de alguien o si no alcanzamos algo.
Alguien o algo que deseamos intensamente. Hasta que nos damos cuenta de que no necesitamos
a ese alguien o a ese algo para vivir. Y que ese deseo más que satisfacción, causa angustia e
inclusive sufrimiento.
Nos necesitamos a nosotros mismos, cada uno a su mismo ser. Y en ese ser necesitamos a Dios. ¡Y
ahí, en esa única y verdadera necesidad, lo encontramos!
Todo es un proceso, el proceso de aprendizaje de la vida. Y aprender cuesta, no todos somos
brillantes. Los mejores alumnos, a través de la historia que conocemos, han sido pocos y por lo
general están en un lado de la estampa y al otro hay una oración en la que se les pide favores.
Son los santos. Ellos aprendieron rápido y encontraron el único y real motivo de nuestro paso
por estos lares, aquí en la tierra, despojarnos y emprender el camino de regreso a casa. A la
verdadera casa, la casa de Dios. La casa que es de todos, y adonde todos gozamos de la misma
dicha, intensa, inagotable y maravillosa.
No debemos postergar la búsqueda de ese camino, no debemos dejar pasar ese auténtico anhelo
de felicidad. No podemos permitir que el mundo nos atrape en su fantasía, fantasía que muchas
veces resulta repugnante. Vivimos agitados, como olas gigantescas que crecen desmedidas en sus
deseos, en su vanidad y en su angustia y al final igual terminamos estrellándonos contra la orilla. Y
nos volvemos nada.
Hay quien pensará que hablo tonterías, cosas ilusorias, porque no menciono la política, el
narcotráfico, las elecciones, el próximo mundial, las olimpiadas, la delincuencia, las leyes de
tránsito, los títulos que hay que tener, quieras o no, para demostrar que sabes algo, y otros
temas, importantes y reales, pero que se originan de lo mismo, de ese desconocimiento de
quienes somos, de nuestra misión en la vida.
¿Quién soy? ¿Para qué vivo? ¿Viviré eternamente? ¡No! Aquí nadie vivirá eternamente y aunque
sabemos eso, nos negamos la única realidad del hombre, un día vamos a morir. Negamos eso y
empezamos el despiadado camino para alcanzar satisfacciones pasajeras. El niño nos pregunta:
¿papi, mami, te vas a morir? Y le decimos ¡Claro que no! Y llega el día en que ese niño se queda
sin papi y sin mami, porque somos mortales. Y la muerte no es mala, es mala la vida cuando le
estamos dando una dirección equivocada y además fundamentada en intereses irracionales,
incoherentes y estúpidos. Imponemos necedades, actuamos por la fuerza, no queremos que otros
piensen, somos intolerantes, juzgamos y condenamos. ¡¿Qué nos creemos?! ¡¿Hemos olvidado a
Dios?!
En los colegios, profesores de un bando u otro, no dejan que los chicos piensen, que se expresen,
no los motivan, los callan y los sancionan. En las universidades, les enseñan a medias, los
menosprecian, los aturden y los califican con parámetros insensatos, ¡egoístas! Vidas complejas.
En los trabajos, en el país, en la vía pública, ¡arrogantes! Ignorancia, gente perdida, vanidad
saturada, soberbia.
En la vida… ¿cuál vida? Si hacemos altares a la muerte. ¡Cálido corazón! Deja que hable. Despierta
tu intuición, la verdadera vida.