21 noviembre, 2024

Julia

La vi dos veces en esta vida, una de las cuales fue en su velorio. Hablé con
ella una sola ocasión en la que me hizo sentir realmente bien diciéndome
que parecía una quinceañera. ¿Qué importancia puede tener en mi vida
una persona a la que apenas conocí?

Una importancia tremenda, tanto, que el día en que me enteré de su
muerte y aún días después yo seguía conmocionada.

Paula, la tercera de mis hijas, me había pedido que la acompañe un día
a sus visitas de los viernes a las viejitas del asilo. Ella les había hablado a
todas de mí, quería presentármelas y las viejitas deseaban conocerme.

Aquel viernes en el asilo fue toda una experiencia, de esas que te dejan
marcada la vida. Ni bien llegué pude darme cuenta de la desenvoltura de
Paula en aquel ambiente, parecía un ser compuesto de aire, desplazándose
con soltura, casi levitando entre una cama y otra. Sabía el nombre de
todas las viejitas y con ese nombre me las presentaba. Celinda, la mudita,
Pastora, la que nunca fue a Quito, Blanquita, y entre tantas, Julia.

Postrada en su camita, sin poder moverse a causa de una artritis
reumatoide que había deformado sus articulaciones y le ocasionaba
intensos dolores, cuando llegamos, estaba dormida. ¡Julia! ¡Julia! Dijo Paula
siempre con una sonrisa en sus labios y con un brillo especial en sus ojos.
Yo notaba a mi hija como transfigurada, más parecía un ángel que la hija
que siempre tengo en casa junto a mí.

Al llamado de Paula, Julia se despertó. ¡Paula! ¡Te estaba esperando!
Pasado el momento de la presentación, Julia me propuso que la ayude a

resolver el problema de un terreno que era de su propiedad, en la ciudad
de Durán. Puso a Paula, quien conocía todos los recovecos del armario
y del velador, a buscar los documentos. Más esos documentos no los
encontramos. Quedamos que ella averiguaría con su sobrino o con alguno
de sus familiares sobre aquello y una vez que tuviera todos los datos, yo la
ayudaría a solucionar su problema.

Nos despedimos, con la palabra de que nos volveríamos a ver.

Paula continúo sus visitas al asilo y cada viernes le llevaba a Julia, queso sin
sal, para que ella pudiera comer algo de su agrado, ya que se quejaba de la
comida del asilo, que no era de su mayor gusto.

La tarde de un viernes más en la vida de mi hija y por lo tanto en la mía,
Paula llegó muy triste. ¿Pasó algo? Le pregunté.

Sí, pasó dijo Paula- Se murió Julia.

Y sus ojitos brillaban de dolor sin atreverse, por pura sobriedad, a derramar
lágrimas.

Julia había muerto un par de horas antes de que Paula llegue al asilo, con
las demás compañeritas del grupo que visitan a las viejitas los viernes, a
cargo de Anita, una mujer al servicio de Dios, que enseña a estas niñas una
manera especial de encontrar a Jesús en esas viejitas abandonadas.

“Ya no tendré a quien ponerle sus zapatos, no tendré a quien ayudarle a
tomar su sopa, ni a quien darle los remedios. Ya nadie me dirá que hay que
acudir a Dios-Jehová, y solo a Él, para salvarnos”.

Julia era Testigo de Jehová y conversaba con Paula sobre esos delicados
temas religiosos, en los que Anciana y niña pudieron escrudiñar venciendo
las barreras de las convicciones y dejando que sea el único y verdadero Dios
quien fortalezca su amistad, el Dios Amor.

En el velorio de Julia, Paula colocó un Rosario en sus manos y Anita se
encargó de que la Biblia que había acompañado a la viejita tantos años,
hablándole de la Palabra de Dios, se vaya con ella.

Una experiencia dura, difícil de asimilar, porque “cuando un amigo se va,
queda un espacio vacío…” Y no importa si ese amigo es joven o viejo, pobre
o rico, católico o testigo de Jehová, porque la amistad verdadera es como la
de Julia y Paulita, nace en el alma, se alimenta en el corazón y se queda en
tu vida para siempre.

Después de visitar el asilo, aquel viernes en que acompañé a mi hija,
Paula me dijo, “gracias a estas viejitas he podido comprender mejor a mis
abuelos, a valorarlos y a quererlos más”

Enseñanza que vale la pena aprender en cualquier momento de la vida.

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