Como Presidenta del Grupo CTO, con una intensa actividad docente en España y en Latinoamérica, paso una gran parte de mi tiempo volando entre ambos continentes. Los vuelos transoceánicos se han convertido en una parte importante de mi actividad profesional, y en último término de mi vida. ¿Pueden imaginar cómo sería mi quehacer diario si en cada vuelo dudara de la cualificación de los pilotos? Ninguno de nosotros subiría a un avión si no estuviera completamente seguro de que las personas encargadas de llevarlo a su destino saben perfectamente lo que están haciendo, y desempeñan su trabajo con la máxima responsabilidad. A las compañías aéreas les exigimos que nos aseguren la aptitud de sus pilotos para hacer volar semejantes moles. Del mismo modo, las propias compañías evalúan a su personal, y no mantendrán en plantilla a un piloto insuficientemente preparado. Como este ejemplo podríamos citar otras muchas circunstancias cotidianas en las que damos por hecho que estamos en buenas manos. ¿Cómo no vamos a ser incluso más exigentes cuando se trata de nuestra propia salud?
La inquietud de la sociedad para garantizar que el médico en el que deposita su confianza es digno de ella, ha sido una constante en la relación médico-paciente desde la antigüedad. Ya desde el Código de Hamurabi, que data del año 1760 a.C., el estado ha tratado de intervenir en este aspecto de diversas maneras. Pero no podemos olvidar que la medicina es una práctica compleja, admirada y considerada por la Sociedad a la vez una ciencia y un arte, lo que convierte en difícilmente justas las apreciaciones sobre la buena práctica clínica y la capacidad del médico cuando son emitidas por personas ajenas a la profesión.
El avance progresivo e incesante de la medicina y la cirugía se ha acelerado exponencialmente durante el pasado siglo y el inicio del presente. A la consolidación del conocimiento científico hay que añadir la irrupción de la tecnología, que ha permitido el desarrollo de procedimientos diagnósticos y terapéuticos cada vez más audaces, pero a la vez más exigentes en cuanto a la cualificación de los profesionales encargados de llevarlos a cabo.
Si a esto añadimos que la Sociedad cada vez está más informada, y es cada vez más exigente con los profesionales que atienden a su salud, se hace patente la necesidad de evaluar los conocimientos y capacidades del médico. Hoy ya nadie cuestiona que la certificación, entendiéndola como una herramienta que tiene por objeto garantizar a los usuarios de los servicios médicos la competencia de los que atienden a sus problemas de salud, es una herramienta indispensable para garantizar la calidad de la asistencia sanitaria.
Pero, ¿quién debe evaluar estas capacidades?. ¿El Gobierno? ¿Las Administraciones Públicas? ¿La Sociedad? ¿Las Direcciones de los centros hospitalarios? A este respecto existe un unánime consenso entre los profesionales sanitarios respecto a la necesidad de que la evaluación de la competencia del médico sea efectuada por sus propios pares, más aún cuando se trata de evaluar a los diferentes especialistas médicos. No puede ser de otra manera.
El Diccionario de la Lengua Española define certificar, del latín certificare, como “asegurar, afirmar, dar por cierto algo”. Al certificar a un médico especialista no sólo se está asegurando, afirmando y dando por cierto que tiene los conocimientos necesarios y las habilidades indispensables dentro de su área de competencia, y que los ha obtenido por medio del estudio y una preparación amplia y cuidadosa en los campos de su respectiva disciplina. Al realizar esta certificación, se está garantizando a la Sociedad que el médico que ha cumplido con los requisitos necesarios para la misma, está capacitado, es competente en su especialidad y por lo tanto, es diferente a cualquier otro que no se haya sometido a esta evaluación. Simultáneamente, se está sometiendo también a una evaluación implícita a las instituciones formadoras y a sus docentes.
Como profesional de la docencia médica, con treinta años a mis espaldas preparando médicos para la excelencia, no puedo aceptar a un médico en ejercicio insuficientemente cualificado. Como hermana de un médico y madre de otro médico, admiradora de su entrega y devoción por la profesión, no puedo entender a aquél que se acomoda y no busca mejorar continuamente. Como enferma y usuaria de los servicios sanitarios no quiero pensar en un sistema que no me asegure la capacidad e integridad de los médicos que me van a cuidar.
Convivo a diario con cientos de médicos y dirijo a especialistas de todas las disciplinas en mi equipo de trabajo. Puedo afirmar por tanto, sin temor a equivocarme, que no conozco personas más exigentes en este aspecto que los propios médicos. La adquisición continua e imparable de nuevos conocimientos y habilidades que les hagan crecer en su profesión es inherente a su formación, y a su manera de vivir la medicina. El buen médico siempre quiere saber más; siempre quiere ser mejor. El inconformismo y la inquietud constante, son consustanciales al buen médico, que sabe reconocer con humildad que siempre puede aprender un poco más, y que seguramente sus pacientes de mañana se beneficiarán más de su saber y buen hacer que sus pacientes de hoy.
El buen médico es exigente consigo mismo, pero también lo es con sus propios compañeros. Las sesiones clínicas que se producen a diario en todos los centros hospitalarios, las discusiones entre colegas sobre la mejor manera de cuidar y recuperar a un enfermo, las comunicaciones a los congresos de especialistas, los cientos de publicaciones mensuales en las revistas médicas científicas, son una buena muestra de ello.
Es por ello que son los propios médicos, especialmente los médicos especialistas, autoexigentes y exigentes con sus colegas, los que demandan la certificación profesional.
Como usuaria del sistema sanitario sólo puedo agradecérselo. En manos de médicos críticos con su propio trabajo me encuentro más segura. ¿Puede recibir un enfermo mejor noticia que saber que son los propios médicos los que velan por la calidad de la atención que recibe?
Pero como profesional de la docencia médica me siento en la obligación de estar a su lado, apoyando su loable objetivo, que no es otro que dar a sus enfermos lo mejor de sí mismos, y garantizarles que están en buenas manos. Ni más ni menos.
Y sin embargo, exigentes como somos con el trabajo y capacidades de los médicos que nos atienden, debemos entender que ellos nos exijan a nosotros como Sociedad que no les juzguemos continuamente. Si les pedimos que sean autocríticos con sus actuaciones, también debemos serlo nosotros con nuestras propias opiniones. Y así, la certificación que consideramos tan necesaria para recibir una atención de calidad y segura, no puede convertirse en ningún caso en una excusa para desacreditar el trabajo abnegado y sacrificado de los médicos.
Debemos apoyar que los médicos demanden la certificación profesional como elemento indispensable para buscar la legitimidad social, y el respeto y confianza de sus propios pacientes y de los mismos colegas especialistas. Pero como Sociedad debemos también comprender que exijan para ello que dicha certificación sea llevada a cabo por sus iguales, médicos de prestigio que gocen del reconocimiento de los especialistas de cada disciplina. Sólo así sus decisiones y actuaciones dispondrán de la fuerza moral que un proceso como éste requiere.
Tampoco es suficiente con pedirle al médico que cuente con los conocimientos y habilidades indispensables para poder desarrollar una buena práctica clínica. Si le exigimos que siga aprendiendo y actualizando sus conocimientos en función de los avances que continuamente se incorporan a la ciencia, como Sociedad también estaremos obligados a habilitar sistemas de formación continuada de calidad que se lo permitan, cuyos gastos no deberían recaer exclusivamente en los propios profesionales. Será imprescindible habilitar mecanismos no sólo para la certificación de los recién egresados, sino también para la recertificación periódica de los especialistas médicos, sin la cual no puede asegurarse que puedan desarrollar una práctica clínica acorde con los estándares internacionales de calidad en sus respectivas materias.
Tampoco podemos exigirles que estén en la vanguardia de la asistencia sin poner a su alcance los medios necesarios para ello. La certificación de un especialista es indispensable, pero no necesariamente garantiza la calidad de la atención, que depende también de otros muchos factores con frecuencia ajenos al individuo, como son la disponibilidad de los recursos materiales y técnicos necesarios, los recursos humanos indispensables que deben a su vez estar convenientemente capacitados, la organización institucional, un clima laboral óptimo en el que desarrollar sus funciones, etc. Debemos dotar a los médicos certificados de las infraestructuras indispensables debidamente acreditadas.
Puede discutirse si la certificación de los médicos debe ser obligatoria o voluntaria, pero no debería ser diferente de la que se exija a cualquier otro trabajador con responsabilidad directa sobre terceras personas. Puede debatirse sobre su periodicidad, o sobre las herramientas prácticas para ponerla en marcha. Incluso es motivo de controversia si debe tener carácter punitivo o no.
Pero lo que es indudable, es que no podemos dejar la responsabilidad del proceso sólo y exclusivamente en manos del médico; no sería justo ni tampoco equitativo. Les pedimos mucho; pero también les debemos mucho. La Sociedad debe ser exigente con las capacidades de sus médicos, pero también debe poner a su alcance con generosidad los elementos necesarios para mejorarlas.
Como suele ocurrir con las cosas verdaderamente importantes en la vida de las personas, es una cuestión de confianza y de compromiso recíproco. ¿Quién pondría su vida en manos de un tercero sin estar seguro del compromiso total de aquél?. ¿Quién volaría sin una confianza ciega en la capacidad del piloto?. ¿Y qué médico, qué piloto, se sometería a un juicio de valor sobre sus competencias sin confiar en la integridad del evaluador? La certificación médica, en su concepto más amplio que he intentado plasmar en estas reflexiones, no debería ser otra cosa que garante de una relación médico-paciente óptima, basada en la confianza mutua, y del compromiso recíproco del médico con la Sociedad, y de ésta con la formación de sus profesionales.