21 noviembre, 2024

Bajo el árbol del amor

Recuerdo, hace casi treinta años visité Bahía de Caraquez; lo hice junto a
mi mamá (oriunda de Chone), mis hermanas, algunos familiares y mi tía
Leopoldina, también “choneña”, quien aún vivía en aquellos años. Cruzamos
en gabarra hasta San Vicente, y luego seguimos hasta llegar a Canoa. Los
años pasan y los lugares se quedan. Pero siempre, algo cambia.

Cambiamos nosotros y nuestra manera de mirar el mundo. Cambian los
lugares por que avanzan con el “progreso universal”.

Hace pocos días, tuve que hacer un viaje a Portoviejo, en compañía de mi
esposo. El motivo, especial por cierto, fue el bautizo de mi sobrina Isabela. La
última en sucesión en la línea de los primos, nietos de mi mami y de mi papi.

Desde el sábado, en el mismo inicio del recorrido, todo fue sorprendente.
Y mal que lo diga, porque no es mi afán echar flores en medio de un
ambiente electoral. Pero fue grato transitar por el país sobre unas excelentes
carreteras, con una muy buena señalización. Pasando La Cadena, límite del
Guayas con Manabí, ya comienza a apreciarse el verdor del paisaje, que quizá
enamoró al autor de tan recordado tema musical, “Manabí”.

Llegar a Portoviejo no fue nada del otro mundo y alojarnos en el hotel
recomendado fue reconfortante. Dejamos el equipaje y salimos rumbo al
colegio Cristo Rey. Ahí, el sacerdote jesuita nos esperaba en la capilla. Al
rato llegó la futura bautizada con sus papás y toda la comitiva de amigos y
familiares, además de los padrinos. Algo que debo reconocer es que en estos
episodios de la vida, son las anécdotas las que ponen el toque de humor que

perdura en el recuerdo. El sacerdote que bautizó a mi sobrina, mi querido
amigo Fabricio, S.J., como buen jesuita no se entiende muy bien con otro
grupo de la Iglesia, comandado por el llamado “santo de lo ordinario”, San
Josemaría.

Al momento de iniciar el sacramento, pidió a Dios, conceda entre nosotros
la presencia de los santos y mártires (jesuitas por supuesto) y de los ángeles
custodios. En un gesto de amabilidad pidió a los presentes invoquen a algún
santo de su devoción.

Conociéndome de “toda la vida”, sabe de mi devoción por San Josemaría.
Más, yo no pensé en decir nada. Solo esperaba que siga la ceremonia.

Pero mi amigo sacerdote, parece que pensó que yo pediría la presencia de mi
querido santo, y desde el púlpito me increpó: “¡Tú no digas nada!” Y no dije
nada. Casi al mismo instante, una mujer sentada en alguna de las filas atrás
de la mía, levanto su mano y dijo con fuerte voz: “San Josemaría”.

Fin de la anécdota. ¿Qué quiero decir con este relato? Que las cosas llegan,
sobre todo cuando más nos empeñamos en evitarlas.

…A la noche le siguió el día y el domingo emprendimos el regreso a casa.
Pasamos por Bahía de Caraquez. Yo iba en busca del “árbol del amor”.
Un árbol que muchísimos años atrás sembró la abuelita de unos queridos
amigos. Su historia es un poco la historia de amor de esos abuelos, un
alemán recién llegado a esas tierras manabitas y una oriunda del lugar. Un
árbol de tronco grueso y ramas que hablan de su nobleza. Ubicado justo
entre el colegio de La Inmaculada y el Yacht Club de Bahía. ¡Bahía! Debían
pasar tantos años, para reconocer en ese bello rincón de la patria, el lugar
de mis sueños. Una ciudad tranquila, casi dormida en un ensueño, mirando
al mar; con un sereno y silencioso encanto. Y mientras en eso pensaba y el
encantador paisaje contemplaba, dejaba mis sueños volar y caer y volver a
tomar vuelo…bajo el árbol del amor.

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