Actualmente asisto a un curso de lectura de una obra de gran trascendencia en la espiritualidad
oriental, “Autobiografía de un yogui”, por Paramahansa Yogananda. En ella, el gran gurú oriental
narra su vida y la de varios iluminados de la India. Un capítulo de la infancia de Yogananda llamó
mucho mi atención. Desde pequeño mostró una sensibilidad innata por lo divino y desarrolló
una fe madura y sólida para su corta edad. A los doce años emprendió un intento de fuga con
dos amigos hacia el Himalaya, donde se sabía vivían los más altos yoguis (practicante de yoga) y
swamis (aquel que es uno con su propio ser).
Al enterarse de su escapada, el hermano del joven Yogananda envió un telegrama a la estación
de tren y los niños fueron detenidos en el cambio de trenes y llevados a la comisaría. Allí,
el oficial a cargo les contó una historia fantástica. Él y su compañero habían estado días
anteriores patrullando el Ganges en busca de un asesino suelto. Vieron entonces a un hombre
cuyo aspecto coincidía con la descripción del criminal. Como no respondía a las órdenes de
detenerse, corrieron hacia él y el oficial hendió su hacha sobre el hombre y le arrancó casi
totalmente el brazo. El herido, sin embargo, continuó su camino y el oficial cayó en cuenta
que se trataba de un hombre santo. Se postró a sus pies y le pidió perdón. El santo lo serenó
diciéndole que no se preocupara por lo ocurrido, ya que la Madre Divina cuidaba de él. Tomó su
brazo colgante y lo colocó en su sitio y el sangrado milagrosamente se detuvo. A raíz de dicha
experiencia el oficial sintió que su vida se había elevado espiritualmente merced a su santidad.
Los niños quedaron asombrados con la maravillosa historia, y en su interior Yogananda pensó
que quizá aquel hombre era más afortunado que ellos, puesto que “él había encontrado
sin esfuerzo alguno a un hombre de iluminación divina, mientras que nosotros, en nuestra
vehemente búsqueda, habíamos terminado, no a los pies de un maestro, sino en una ordinaria
comisaría”.
Lo que me lleva a reflexionar, ¿cuántas veces no nos hemos sentido como aquel niño? ¿En
cuántas ocasiones no hemos pensado que ‘merecemos’ esto o aquello porque nos ‘esforzamos’
más que el común denominador? Repetidas veces hemos oído que todo tiene su momento y
este relato nos lo confirma. El tiempo de Dios es perfecto, así como también lo es su voluntad.
Su proceder responde no a lo que deseemos ni la vehemencia con que deseemos, sino a
nuestras necesidades más íntimas. El oficial necesitaba a gritos un cambio de vida, aunque
no era consciente de ello, y por eso Dios le concedió su pensión espiritual. Su testimonio nos
invita entonces a meditar sobre esas ‘necesidades’ aparentes que tanto reclamamos y que no
son más que encubridoras de las verdaderas necesidades, aquellas que atesoran en su corazón
una melancolía divina. Planeemos nosotros también una fuga ininterrumpida hacia el edén de
nuestros sueños, aquel Himalaya ignorado que vibra en nuestro interior.
Sin premura pero con determinación; las cosas llegan en la medida que tienen que ser.