La ciudad de Guayaquil era el puerto de embarque de las tropas hacia el Perú, y es fácil imaginar, la tortura que significaría el diario trasiego de hombres y sus familias que por no quedar abandonadas los seguían. Guayaquil convertida en la ciudad más cara y ruidosa de América, hacinamiento lodoso y malsano. No se escapaban ni las casas de familia ni los conventos para alojar a los hombres que iban a luchar en tierra extraña y desafecta. “Que se alisten las casas del convento de San Francisco y casas inmediatas, la casa de las señoras Rocafuerte en el Astillero, el convento de la Merced y dos casas inmediatas, el convento de Santo Domingo y dos casas inmediatas, y la casa del señor Villavicencio de la Plaza Mayor para recibir a tropas y oficiales” (Acta del Cabildo de Guayaquil, 12/11/1824).
En su urgencia por partir hacia la guerra de independencia peruana, Bolívar expresó: “Yo ansío por el momento de ir al Perú; mi buena suerte me promete que bien pronto veré cumplido el voto de los hijos de los incas y el deber que yo mismo me he impuesto de no reposar hasta que el Nuevo Mundo no haya arrojado a los mares todos sus opresores” (José Manuel Restrepo).
Finalmente, con la autorización concedida por el Congreso de Colombia, el 6 de agosto de 1823, el Libertador se embarcó en Guayaquil para el Callao en el bergantín de Guerra Chimborazo. En abril de 1824, impuso a los guayaquileños una nueva carga para sostener la guerra: “he dispuesto que la Municipalidad proceda a repartir una contribución mensual de diez y seis mil pesos en todo el Departamento, bien entendido, que la mayor cuota que se asigne, no pasará de veinte pesos, ni la menor bajará de cuatro reales” (Acta del Cabildo, 17/04/1824).
Esta imposición, por las sumas señaladas, era sin duda, dedicada a la economía de los más pobres. La de los más ricos, se la conoció pocos días más tarde: “Se ofició al Señor Intendente, acompañando las listas de contribución mensual de veinte mil pesos, decretada por S.E. el Libertador en todo el Departamento” (Acta del Cabildo, 30/04/1824). El agradecimiento “a los habitantes de este País por los generosos sacrificios que está haciendo en obsequio de la Patria.” llegó en junio de ese año (Acta del Cabildo, 14/06/1824). He ahí la voluntad de someter al departamento de Guayaquil, era la zona más rica en recursos y la caja chica para gastos..
La mayor parte del esfuerzo realizado para la campaña del Perú fue aportado por los departamentos del sur, que contribuyeron con un total de 7.150 hombres y alrededor de un millón y medio de pesos. Si a eso se agrega lo aportado para la campaña de Pasto, se puede concluir que el distrito del sur entregó, para la lucha, alrededor de diez mil hombres y dos millones de pesos. Un esfuerzo tan grande, hecho en tan pocos años, no pudo menos que afectar gravemente una economía, bastante golpeada desde las primeras campañas de la independencia. Además, la falta de brazos para la agricultura causada por la recluta y la huida de las gentes del campo, paralizó en buena medida la producción agropecuaria; paralelamente se anarquizó el cobro de los impuestos y de la contribución personal, disminuyendo sensiblemente los ingresos públicos regulares (Jorge Núñez).
La lucha por la independencia peruana, propiamente dicha, concluyó con la batalla de Ayacucho el 9 de diciembre de 1824. Bolívar y Sucre continuaron la campaña militar hacia el Alto Perú. El 16 de enero de 1825, ante la proximidad del ejército libertador, el escuadrón de caballería Dragones Americanos se sublevó en Cochabamba, sometieron al primer batallón del Regimiento Fernando VII, luego plegó el escuadrón Santa Victoria que guarnecía la ciudad. En las poblaciones vecinas, como Vallegrande y Chayanta, la población también juró la independencia y el 29 fue ocupada la ciudad de La Paz. El 9 de febrero, Sucre, convocó a todas las provincias a reunirse en un congreso para decidir el destino del Alto Perú, el 14 fue ocupada Santa Cruz de La Sierra. Y finalmente, el 18 de mayo de 1826 Bolívar firmó en Lima un decreto el reconocimiento de la independencia de Bolivia por parte del Perú.
Bolívar permaneció en Perú apenas por tres años. En septiembre de 1823 llegó como Libertador, sin embargo, abolió la primera constitución que había sido producto de debates parlamentarios, e impuso su “bolivariana”. Cinco meses más tarde era Dictador e iba a ser Presidente Vitalicio y sin imaginar que no volvería jamás, se vio obligado a salir furtivamente de Lima, para contener las revueltas en Colombia y Venezuela, donde “pedían su cabeza”. Según el historiador peruano Herbert Morote, en su libro “Bolívar, Libertador y Enemigo Nº 1 del Perú” 2007, con todos los atropellos cometidos, sembró la semilla de un conflicto limítrofe con el Ecuador que nos martirizó por casi dos siglos.
Aunque en forma tardía, Bolívar, luego de zafarse, contra su propia voluntad, del adulo y acaparamiento de limeñas y limeños, partió de la Ciudad de los Reyes el 3 de septiembre de 1826. El 12, después de tres años de haberse embarcado para el Perú, Bolívar llegó a Guayaquil en su penúltimo paso obligado. Fue recibido con gran entusiasmo, pues la ciudadanía estaba consciente que era el único capaz de concertar la paz, y mantener unida a Colombia. Al día siguiente pronunció una proclama en la que manifestó su pesar por el espíritu de discordia que existía en la República. Se reconoció culpable de la situación por no haber retornado a tiempo, ya que había tenido la debilidad de dejarse hechizar por las zalamerías de peruanos y peruanas. Para finalizar, añadió: “¡Colombianos! Piso el suelo de vuestra patria; que cese, pues, el escándalo de vuestros ultrajes, el delito de vuestra desunión. No haya más Venezuela, no haya más Cundinamarca; todos seamos colombianos, o la muerte cubrirá los desiertos que deja la anarquía” (José Manuel Restrepo). Ya era tarde para lamentaciones. No se podía imponer una Colombia que no se había construido desde abajo y se la quería sostener desde arriba.
Una vez en Guayaquil, recibió delegaciones de Quito y Cuenca, que junto con los bolivaristas locales, le propusieron asumiera la dictadura para salvar a Colombia, “no quiero oír la palabra dictador”, les respondió. Pero el 14, escribe a José de Larrea y Loredo: “por fin estoy en Colombia y lleno de la más lisonjera esperanza de poner a las diferencias que han asomado en Venezuela un término pronto (…) En el Sur hay una completa uniformidad, todos los departamentos me han nombrado dictador. Puede ser que lo mismo haga todo Colombia. Mucho se facilita entonces el camino para un arreglo completo”. Y en la misma fecha al general Pedro Briceño Méndez, ministro de Guerra, “los departamentos de Guayaquil, Ecuador y Azuay me han aclamado dictador, quizá harán otro tanto el Cauca y los demás. Esta base apoyará mis operaciones y me presentará medios para organizarlo todo”.
Sin embargo, la gran extensión territorial de un país, como la que se pretendía reunir, de muy difícil comunicación, de grandes diferencias regionales, culturales y su apasionado autonomismo; los intereses económicos y políticos de cada país y la diversidad étnica entre la población, surgieron como barreras infranqueables. Superada y triunfante la lucha por la emancipación, lazo temporal de unidad, cada espacio territorial más o menos identificado fronteras adentro, se constituyó en un país independiente.
El Libertador, desde siempre, consideraba imposible que ninguno de los gobiernos establecidos en la América antes española, se pudiese sostener sin recurrir a las reformas que estableciesen la participación de un presidente y un senado vitalicios. Para concretar esta idea, desde Lima, mediante sus agentes en Guayaquil, había promovido la instauración de un gobierno dictatorial. Cuando arribó a esta ciudad y al Distrito del Sur en general, ejerció una serie de arbitrariedades que violaban la Constitución. Con esta manifestación de poder, que permitía avizorar el final de los abusos y atropellos de los militares residentes, ganó simpatías y adeptos en el país, y al paso de cada población, en los caminos que lo llevaron a Cuenca y a Quito, fue proclamado dictador.
Sin embargo, se mantuvo leal a la Constitución, y aquella esperanza, que había dejado entrever, de que su presencia traería la paz, unión, y profundas reformas a nuestras leyes e instituciones, que como única salida se esperaban de un gobierno de facto, se convirtió en profunda decepción. En política, como todo el mundo sabe, no se puede planear un sistema cualquiera sino con voluntad firme y constante. “¡Desgraciado aquel que, como Bolívar, da algunos pasos adelante y después retrocede asustado por las dificultades! Jamás podrá realizar grandes empresas, y al fin acabará destruyendo su prestigio y arruinando su reputación”. Sabias palabras de José Manuel Restrepo (Historia de la Revolución de Colombia).
Bolívar intentó paliar la frustración causada (sobre todo en los guayaquileños y azuayos que aspiraban a un país unido pero federado), con la conformación de las llamadas “Juntas de Beneficencia” que dejó constituidas con la participación de las personalidades más prestantes de cada departamento. Estas debían actuar como portavoces de regiones tan alejadas como las del sur, directamente ante el gobierno centralista, a fin de tramitar sin burocracia ni demora las aspiraciones y necesidades que cada una plantease para su organización y progreso.
Pero, entre los más terribles errores que cometió, fue el que tales juntas quedaron presididas y dependientes del criterio del general José Gabriel Pérez, su secretario general. Desde entonces, este hombre nefasto para Guayaquil, demostró su gran aversión hacia los guayaquileños, que alcanzó toda su intensidad a partir del 16 de abril de 1827, cuando se levantaron en armas y proclamaron su adhesión a Colombia, pero bajo un régimen federalista. Forma de gobierno que era una constante en la Hispanoamérica pos independentista.