El fantasma por los efectos de una anexión contraria a la voluntad de los guayaquileños, persiguió por mucho tiempo al Libertador: “En cuanto yo me vaya a Bogotá cargarán al galope todas las pretensiones de estos señores guayaquileños, peruanos y quiteños sobre el pobre general Sucre, al que le conceden eminentes cualidades menos la energía. Aseguro a Vd. con franqueza que, a pesar de la aparente tranquilidad en que nos hallamos en el Sur, yo comparo este país con el Chimborazo, que exteriormente está muy frío mientras que su base está ardiendo (…) Vd. crea amigo que esto está sumiso porque yo estoy aquí con 2.000 hombres de la Guardia y que estos 2.000 hombres no bastarían, si yo me fuese antes de dejar bien establecido el sistema” (Bolívar a Santander, 13/08/1822). Esto es lo que muchos historiadores ecuatorianos llaman sumisión voluntaria.
Otros que tratan sobre la independencia y de los años colombianos, tienden a minimizar las conquistas de Guayaquil, y sus luchas por la independencia. Parece ser que apocarlas es el único medio de elevar los méritos de sus propias comunidades o provincias. Al referir acontecimientos de significación histórica, que han demandado sacrificios a Guayaquil y a todo el litoral, lo homogenizan con el término “país quiteño”, es decir, la negación histórica de nuestras individualidades y diferencias. Según se entiende, con esto quieren incluir a todo el país en una sola identidad, lo cual no es así. Cuando se refieren al Departamento del Ecuador, no omiten colocar a Quito entre paréntesis, dando a entender lo de siempre, que tampoco existen en la Sierra ni siquiera Guaranda, u otras ciudades que la capital, ni otros ciudadanos que los capitalinos.
Caso típico es uno en que orgullosamente se destaca que, en julio de 1823, el Libertador impuso al Departamento del Ecuador (Quito) “la contribución extraordinaria de veinticinco mil pesos mensuales (…) destinada al sostenimiento permanente de una fuerza de dos mil hombres, que asegurara la paz interna del territorio.” Y, naturalmente, se da a entender que tal departamento cumplió solo y a cabalidad este mandato. Mas, se omite, lo que con el mismo motivo, el propio Bolívar escribe a Santander en septiembre de 1822: “No tenemos en el Sur más que 2.000 hombres veteranos (…) En Quito no se pagan estas tropas ni tampoco a nadie, porque no hay con qué (…) Con este motivo he mandado que Guayaquil mande dieciséis mil pesos mensuales al general Sucre (…) Quito no puede mantener 1.000 hombres de guarnición.” En pocas palabras, queda claro el hecho, que Guayaquil pagaba un tributo para sostener las tropas colombianas que mantenían sometido a todo el país.
Algo más que los guayaquileños debemos recordar, es que la causa de la independencia en el Perú estaba perdida, por esa razón, San Martín volvió sus ojos a Bolívar, y las primeras fuerzas “colombianas” que destacó para socorrerlos, estaban constituidas por los batallones guayaquileños, Yaguachi y Guayaquil, además del Pichincha y el Batallón del Sur, este último “se organizó en Cuenca, con soldados cuencanos, y se le armó en parte con los fusiles dañados que dejó en esta ciudad la división de Sucre cuando marchó a la campaña que terminó en Pichincha. Armas fueron habilitadas por los maestros armeros Pedro Álvarez y Luis Mogrovejo. Dicho batallón, fuerte de cuatrocientas plazas, y regido por el Teniente Coronel don Francisco Eugenio Tamariz” (Alfonso María Borrero, Ayacucho).
El esfuerzo del Departamento del Sur para sostener la guerra de independencia peruana fue enorme, pero no puede generalizarse a todo su territorio. Pues la Sierra estaba arruinada por su larga crisis económica. Las exacciones y abusos a que se sometió al resto del país, no solo lo empobreció, sino que exasperó los ánimos, al punto que los bolivaristas, cada vez fueron menos. Los primeros soldados reclutados en nuestro territorio, partieron al sur.
“El 18 de marzo de 1823, celebróse una convención formal, entre el Ministro Plenipotenciario de Colombia y el del Perú, Generales Juan Paz del Castillo y Mariano Portocarrero. En la primera cláusula de ese tratado, se estipulaba, que la República de Colombia auxiliaría con seis mil hombres a la República del Perú, y con cuantas fuerzas disponibles tenga, según las circunstancias. Se estipularon además, las condiciones de subsistencia, vestido y paga de las tropas auxiliares, y el modo de reemplazar las bajas que sufrieren causadas por la guerra o por las enfermedades (Borrero, Op. Cit.).
Con motivo de este convenio, y al momento de cumplir con los socorros pedidos, “Colombia, dijo el Libertador, hará su deber en el Perú; llevará sus soldados hasta el Potosí, y estos bravos volverán a sus hogares con la sola recompensa de haber contribuido a destruir los últimos tiranos del Nuevo Mundo. Colombia no pretende un gramo de terreno del Perú, porque su gloria, su dicha y su seguridad se fijan en conservar la libertad para sí, y en dejar independencia a sus hermanos” (Juan Manuel Restrepo, Historia de la Revolución de Colombia, 1969).
Con motivo de éste convenio, las tropas “colombianas” zarparon de Guayaquil al mando del general colombiano Manuel Valdés. “Ya hemos dirigido 4.250 hombres, debiendo salir esta semana 600 más que vienen de la costa de Panamá y del Chocó. Después seguirá el batallón Bogotá con 1.000 plazas y un regimiento de caballería, hasta completar los 6.000 hombres ofrecidos” (Bolívar, carta a José Riva Agüero, presidente del Perú, 13/04, 1823).
“Armas, municiones, vestuario, víveres, transporte, todo fue necesario alistarlo con una prontitud extraordinaria y con Erario exhausto (…) Así fue que los Departamentos del Ecuador, Asuay (sic) y Guayaquil, hicieron en aquellas circunstancias grandes y dolorosos sacrificios. El más rico por su comercio y producciones agrícolas, el de Guayaquil, proporcionó al Libertador un empréstito de cien mil pesos para hacer frente a los gastos; los otros dos contribuyeron con igual suma, fuera de los víveres y vestuarios que dieran” (Juan M. Restrepo, Historia de la Revolución de Colombia 1969).
“Uno de los primeros cuidados de Bolívar fue el de invitar a los Gobiernos de Colombia, Chile, Méjico y Guatemala a prestarle auxilios, los dos últimos con un subsidio de trescientos mil pesos, y los otros dos con un contingente de tropas. Como se ha visto y se verá después, solo Colombia, y principalmente los departamentos del Azuay y Guayaquil, correspondieron a sus deseos enviando tropas, vestuarios, víveres, etc., etc.” (A.M. Borrero).
Es importante destacar que los sacrificios impuestos desde 1822 al Departamento del Sur, especialmente a las provincias del Azuay y Guayaquil (a esta desde 1821), no solo las afectó gravemente en lo económico, sino que la población sufrió los más indescriptibles atropellos por parte de los militares extranjeros, en cuyas manos entregó Bolívar al país. Tropas extrañas, impagas, sin ningún vínculo con los paisanos, se ensañaron en el despojo, apropiación y hasta saqueo a los campos y a los campesinos. Pese a las severas sanciones, inclusive la muerte, que se imponía a estos delincuentes, su área de acción era tan extensa que no solo la ley no los alcanzaba, sino las gentes que los sufrían, eran tan desprotegidos y humildes que no se atrevían a denunciarlos. Pero los casos de más grave violencia, fueron los que se dieron en la práctica del reclutamiento de hombres para sostener la guerra.
Era la entrega de carne de cañón a que se obligaba a los hacendados y la captura indiscriminada de hombres en campos y ciudades. Varias veces la ciudad de Guayaquil se vio desabastecida de víveres, por cuanto se dieron a reclutar a los montuvios que diariamente acudían a ella con productos agrícolas, y estos ya no querían acercarse ni siquiera a las vecindades. “Los hombres todos habían elegido habitar en los montes más ásperos, y esconderse bajo las entrañas de la tierra, por no alistarse entre las filas. Se veían con dolor despobladas las campiñas y desiertos los pajizos hogares (…) Fue preciso hacerme sordo a la humanidad e inflexible a las lágrimas que vertían las desconsoladas madres, mujeres e hijos, persiguiéndoles en los mismos lugares de su asilo y en todas direcciones (Jorge Núñez, El Ecuador en Colombia, 1988).
Esta migración era tanto de hombres que huían del servicio militar, como de mujeres que emigraban detrás de los ejércitos, prefiriendo compartir la vida del soldado a permanecer abandonadas y expuestas a la miseria. Así, los movimientos militares se convertían en una verdadera movilización de pueblos en armas. Por lo demás, la presencia femenina en la campaña facilitaba las tareas de aprovisionamiento, transporte, espionaje, etc.” (Jorge Núñez, El Ecuador en Colombia, 1988).
El 8 de marzo de 1824, el gobernador y comandante general de Cuenca, coronel Ignacio Torres paso a Bolívar un informe que muestra la saña y la sevicia inauditas con que día y noche rapiñaban hasta el último rincón de la montaña buscando capturar lo que consideraban un pueblo sometido al que se podía atropellar. Los Jueces Políticos de los cantones y hasta los más insignificantes subalternos, se valían de las sombras de la noche para burlar a los vigías, que subidos en los árboles formaban un círculo en torno a los campamentos situados a grandes distancias. Finalmente, el coronel Torres, de muy ingrata memoria en las provincias de Guayaquil y Azuay, se ufanaba de haber satisfecho sus desvelos durante los catorce meses de residencia en Cuenca, que le permitieron entregar personalmente en Guayaquil 1.292 mozos fuertes aptos para participar en la campaña peruana.
Lo anterior es un mentís a la historiadora colombiana, Gloria Inés Ospina Sánchez, que sin ningún fundamento afirma: “De Colombia salió la financiación (…) de la campaña del sur, que dará la independencia a Ecuador (…) y Perú.” La documentación referida consta en muchas obras sobre la independencia del Ecuador, especialmente escritas con la verdad por historiadores guayaquileños ajenos a la mitomanía bolivariana.