21 noviembre, 2024

La ruta del peregrino

No sé por qué Dios me quiere tanto, pero lo hace. Me quiere tanto que me invitó a pasar con Él
Semana Santa en el Vaticano. Fueron días mágicos, momentos gloriosos, silencios oportunos.
Mi ruta de peregrina empezó el Viernes Santo, cuando me dirigí temprano a la Basílica San Juan
de Letrán, donde reposan en el altar las cabezas de los grandes santos Pedro y Pablo. En frente
de la Basílica se encuentra la Escalera Santa, la misma que subió Jesús algunas veces cuando fue
presentado ante Poncio Pilato. Son en total 28 escalones y sólo pueden ser subidos de rodillas.
Las paredes que rodean la Escalera Santa están cubiertas con pinturas de la Pasión de nuestro
Señor y antes de subir hay dos impresionantes esculturas: una de Jesús ante Poncio Pilato y
la otra del beso de Judas a Jesús. Las expresiones son tan reales que casi parecen humanas.
En la primera, Pilato con gesto altivo pero desconcertado, señalando a Jesús, como diciendo:
“¿Qué debo hacer con este loco?” y Jesús cabizbajo, con una expresión de tristeza ante la
incomprensión, pero con absoluta aceptación. En la segunda, las manos de Judas abrazan a
Jesús, pero su rostro delata cualquier muestra de afecto, pues en él se evidencia la hipocresía
y la indiferencia del gesto. A su vez, Jesús permite el beso del pecador, sin oponerse, pero en
sus ojos se lee un hondo pesar, no por lo que habría de suceder, sino por verse traicionado por
su amado discípulo. Y con esas poderosas imágenes me puse de rodillas y subí junto a cientos
de fieles la Escalera Santa. Sé que Dios está en todas partes, pero saber que un dios, mi Dios,
de carne y hueso pisó físicamente el mismo suelo que yo estaba tocando, es algo increíble. Mis
manos recorrían con una timidez sagrada la madera santa y mis labios besaban los fragmentos
de cristal que protegían las manchas de la sangre de Jesús sobre los peldaños. Ligeras lágrimas
caían cuando pensaba en Su sangre por mi sangre, Su vida por la mía…

En seguida me dirigí al Vaticano para celebrar la Pasión de nuestro Señor en la Basílica de San
Pedro, con nuestro Santo Padre Francisco. Logré entrar rápidamente gracias a que abrieron
otra entrada en la fila y conseguí un buen puesto, cerca del pasillo por donde caminaría el Papa.
Durante el tiempo de espera conocí a un joven católico estadounidense y platicamos en todas
las lenguas y colores; comprendí que las culturas son distintas, pero la comunión es universal.
De repente, una voz anunció que la ceremonia estaba por empezar. Un silencio espiritual
invadió la Basílica y una pequeña corte se abrió paso por el pasillo. En medio desfilaba una figura
ligera como el viento, con paso sereno pero firme. Con la mirada puesta en el Infinito, sus ojos
abrazaban el misterio de lo divino que los demás no alcanzábamos a ver… Fue realmente una
ceremonia muy hermosa, una mezcla de silencios y coros angelicales, lecturas en todos los
idiomas y una paz decididamente restauradora.

El día siguiente fue la Vigilia Pascual. Los fieles empezamos a hacer fila desde las cuatro de
la tarde para la ceremonia que empezaba a las ocho y media de la noche. Fue una espera
larga y con lluvias intermitentes, el cuerpo exigía reposo, pero el deseo fue más fuerte y
resistimos, pues una vez que conquistas los límites te das cuenta que son invisibles. La cantidad
de gente que acampaba en la plaza de San Pedro era impresionante. Me llenaba de gozo ver
tanta diversidad: sacerdotes, monjas y laicos de todas las edades y nacionalidades. Cerca de
mí estaban un sacerdote mexicano y sus tíos, junto a una familia argentina y un sacerdote
vietnamita. Ellos fueron mi familia aquel día. Como yo viajaba sola, me acogieron como hija,
hermana, sobrina y nieta. Me bautizaron con ‘Ecuador’ y desde entonces me brindaron un
cariño que no sabía que podía nacer tan de prisa. “Ecuador, toma un sánduche”, “Ecuador, te
sientas con nosotros”, “Entra conmigo en el paraguas, Ecuador”, “¡Ánimo Ecuador que ya falta
poco!” y así tantos gestos que los guardaré para siempre.

Dentro de la Basílica reinó un ambiente de profunda oración, voces melodiosas cantaron en latín
y el Papa endulzó nuestro espíritu con una maravillosa homilía. Al terminar la ceremonia, todos
entonamos a viva voz: “¡Que viva el Papa!” y nos fuimos con una sonrisa imborrable a la cama.

El domingo fue la Misa de Resurrección en la Plaza de San Pedro. Un sol radiante nos acompañó
durante la celebración y los rostros de los fieles brillaban, pero a causa de otro sol interno que
los llenó de calor. El Papa se mantuvo en solemne estado de oración durante la ceremonia,
pero al finalizar cautivó a todos los presentes cuando se subió al coche papal para saludarnos.
Su sonrisa era contagiosa y de repente todos caímos enfermos de alegría. La gente alzaba sus
banderas, sus oraciones, sus risas. Los guardias le traían bebés para que los bese y bendiga.
El Papa Francisco rompió el protocolo cuando se bajó del coche para saludar a un hombre
discapacitado. Pero el momento que más me conmovió fue cuando el Papa tomó en sus brazos
a un pequeñito discapacitado. Al momento de besarlo le dedicó tantas miradas paternales y le
susurró tantos silencios incomprensibles; lo acogió con tanto amor que parecía que cargaba al
mismo Jesús en sus brazos. Fue un despertar muy humano para mí. Luego se dirigió al balcón
para la bendición final. Hizo un llamado a la paz en todo el mundo y se despidió con un mensaje
de esperanza y luz para los corazones creyentes.

Ahora que esos días luminosos terminaron y sólo viven a través de estas letras siento una
profunda nostalgia. De lo que acaba. De lo que no termina. De lo que aún no empieza. Y es
que en verdad esta Semana Santa me ha parecido como un sueño que quisiera volver a soñar.
Mas ahora siento que he recibido un baño purificador que se ha llevado consigo viejos miedos
y rencores y hoy mi corazón está empapado de nuevos propósitos y luz de vida, y mi alma se
siente entrañablemente bendecida de poderse llamar hija de Dios.

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