Mirando a través de una ventana que existía desde el infinito; mucho antes de la nada y después de hacerse el todo… un jardinero contemplaba el universo. En su corazón se albergaba la energía del amor. Su intelecto tenía todo el conocimiento ilimitadamente concebido.
Poseía la inconmensurable sabiduría que le había otorgado su propia historia que no tenía tiempo ni comienzo. Era una perenne vertiente de sapiencia y ternura.
Un día creó para su complacencia un universo regido por sus propios principios. De sus decisiones dependía el destino y la sobrevivencia de todo lo que había concebido en su interior.
El jardinero poseía una imagen muy sencilla.
Vivía austeramente y su corazón estaba cundido de dulzura.
Se erigía como una majestuosa deidad entre todo lo que había y poseía una grandeza que solo era superada por su humildad.
Gesticulaba pausadamente con ademanes sencillos. Hablaba con una voz que no era gruesa ni solemne, sino llena de bondad. Veía a la tierra como su jardín. Los humanos eran sus flores y las tenía de todos los colores. Había tantas y se llevaban tan bien entre ellas, que se mezclaron entre sí para originar nuevas especies.
El jardinero había forjado un paraíso sembrado con amor. Lo abonó con sus sentimientos y lo cultivó con su desbordante ternura. Este jardín funcionaba a la perfección gracias a una ininteligible planificación que había hecho para mantener su impecable orden.
Preservaba inmaculado lo que había creado. Un día se puso a contemplar su obra. Viendo la maravillosa armonía que existía entre sus plantas, el jardinero se sintió dichoso. Todas las flores se cuidaban entre sí. Tenían un propósito común. Entre ellas se ayudaban y todo lo que conseguían lo compartían. Las más grandes protegían a las pequeñitas y entre todas conformaban un paraíso donde reinaba la paz.
El jardinero estaba orgulloso por el avanzado grado de evolución que habían logrado sus capullos. Por ese motivo decidió agasajar a sus flores. Para premiarlas les otorgó un don jamás otorgado a ninguna especie; les concedió la inteligencia. Por increíble que esto pareciera; la invalorable facultad de pensar, en lugar de mejorar a las flores; las cambió para mal.
Con la inteligencia vino la competencia y como consecuencia; los celos. Estos se convirtieron en ambiciones que terminaron en confabulaciones. Había nacido la maldad. El edén maravilloso se había transformado en una sanguinaria jungla. La agresividad era la única razón que se esgrimía para subsistir. Todas las flores peleaban entre sí. Unas destrozaban a las otras; la mayor parte se insultaba. Se agredían entre ellas; algunas se mataban, todas se detestaban. Varias se habían prostituido; algunas se estafaban entre sí. Muchas hicieron orgías y se drogaron. Millones hicieron la guerra y bajo el pretexto de luchar para ser libres, masacraron a los que no lo hicieron. Otras utilizaron el hambre y la desigualdad social como justificación para formar guerrillas, asesinar o secuestrar.
Eran hordas de vulgares criminales que se amparaban bajo cualquier pretexto de reivindicación popular para justificar su brutal criminalidad. Las amapolas y la coca intoxicaron con su sabia a todas las flores que podían. Convirtieron en adictos a los capullos y así dañaron la vida de los retoños que debían florecer.
En el jardín imperaba la maldad.
En vista de esta situación, el jardinero decidió mandar a su hijo a la tierra. Lo hiso para que hablara con las flores en su nombre. Le encomendó la difícil tarea de decirles que como tanto las amaba, estaba dispuesto a perdonarlas.
Para esto les ponía como única condición el que debían volver a quererse entre todas para comenzar un nuevo jardín.
Cuando el hijo del jardinero llegó, experimentó un inmenso dolor al ver que las flores creían saber más del jardín que su propio padre, que fue quién lo creó.
Las flores estaban convencidas de ser ellas y no el jardinero quienes se habían concebido. Incluso algunas afirmaban que habían salido de la nada y por su propia generación se habían mutado hasta convertirse en un jardín.
Así, desde la ventana que colgaba del espacio y con su infinita paciencia, el jardinero decidió darles un poco más de tiempo a las flores para ver si rectificaban con lo que su amado hijo les decía.
Pero las flores se sintieron tan sobre valoradas y su maldad era tan grande, que asesinaron al hijo que fue enviado por el que las creó.
Lo que el jardinero contempló; lo convulsionó.
Al ver tanta podredumbre mientras lloraba desconsolado por la muerte de su hijo, experimentó el dolor más profundo que había tenido en toda su infinita existencia. Sufrió la tristeza más profunda desde que había tenido conciencia.
No comprendía porqué el jardín que había cuidado tanto, se había convertido en una cloaca inmunda donde imperaba la maldad. Le fue muy doloroso descubrir que no fue nada inteligente haber dado inteligencia a las flores que tanto amó.
Había cometido el único error de su existencia. Cuando lo comprendió padeció el instante más desgarrador que había sufrido desde que tenía memoria. Fue el único día de todos los días en la eternidad que dios lloró.
Al irse dolido, apesadumbrado y decepcionado, oyó a lo lejos el lamento de una flor que llorando le decía…la inteligencia que nos otorgaste es aquello que nos diferencia de los animales pero también lo mismo que nos hace iguales a las bestias.