A dónde irán los momentos que nunca fueron, que pudieron haber sido… Hoy mi alma reclama las horas que no le fueron concedidas. Aquellas que se esfumaron sin previo aviso, como una ola, porque así lo quiso. Hay dolores tan violentos que atraviesan el alma y te desgarran por dentro. Hay otros más sutiles que caen lentamente, como una hoja movida por el viento, hasta acomodarse en un amplio desaliento.
Sólo Dios conoce la congoja del corazón doliente, del corazón que ve, que oye, y no siente… Aquellos encuentros íntimos en que la mente duda y se pregunta ¿Por qué? ¿Para qué? La vida parece un abanico de preguntas sin respuesta. El tiempo se detiene para aquel que carga con el corazón a cuestas. De repente se apagan los gritos desolados, se desvanecen las preguntas irresolutas. Se marchan todos los sonidos y se escucha todo lo demás. Sigilosamente va tejiendo notas en el camino hasta formar una música tenue, que invade el ambiente con su melodía flotante: es el silencio de Dios. Es silencio porque está tan oculto en la profundidad del ser que a veces aparenta una realidad aparte, un mutismo aislante. Pero al fin y al cabo es Dios, y es Padre.
Dios Padre, hoy repetidas veces me postré ante un cuerpo inerte y pensé que nada de ello tenía sentido. En mi ingenuo afán de brindarle una explicación a todo, me falló mi sistema lógico y me sumí en una profunda incomprensión. Es muy pronto para digerir la realidad violenta. Hay aprendizajes que mi joven corazón todavía no asume, aún cuando ya ha vivido la experiencia.
Mas no quiero que mi mensaje sea gris ni mi voz melancólica. Sólo pretendo estar en el mundo de una manera diferente, donde Tu silencio se haga luz, se haga vida, y no te sienta ausente… Alguna vez leí que la Fe es como decir: “Te amaré siempre, aunque nunca me expliques el por qué de lo que pase”. Te amaré siempre.