Hace poco mi bisabuela cumplió 91 años. Celebramos su cumpleaños en un restaurante de ensueño, donde los peces hacían de techo y las paredes eran paisajes. Habían varias mesas alrededor de una mesa central donde estaban la torta y los dulces. Aquella era una torta especial decorada con naipes, las bolitas del bingo, una ruleta y demás sabores del juego; en representación de sus aficiones, pues ella ha sido siempre una gran jugadora. Del otro lado estaba la mesa del buffet saturada de carnes, pescado, ensaladas y risotto, para alimentar el cuerpo queriendo alimentar el alma; ¡y no lo sabemos!
Los invitados bebían y comían copiosamente en sus puestos. En sus rostros se reflejaba el alborozo del goce y la cercanía del encuentro. De vez en cuando se escuchaba una ruidosa carcajada y todos reíamos, aun sin saber de qué se trataba, para no desentonar el coro de la alegría. Entre los más jóvenes no podía faltar la tecnología y su capacidad para comunicarnos con los que están lejos e incomunicarnos con los que están cerca. Pero esa es otra historia.
Había también un cantante. A veces joven, a veces viejo; a ratos jubiloso, a ratos melancólico; pero siempre enérgico y seguro. Es curiosa esa profesión de dejarse llevar por una canción. Se requiere de mucha cautela para dejar fluir las emociones sin que éstas te consuman. Pero se requiere también de valentía para explorar los recuerdos del ayer y las penas del mañana. Con las emociones en la garganta, volamos en las inflexiones de la voz hasta Sandro, Roberto Carlos, tangos y pasillos.
Ahora era el turno de la música sin melodía, pues todos sabemos que no hay fiesta sin poesía. Mi primo, perito en el arte de emocionar las palabras, nos deleitó con un poema de Guillermo Aguirre y Fierro: “El brindis del bohemio”. ¡Qué vigorosas, qué impetuosas que pueden ser las palabras en la voz de quien les infunda sentido! Como escribió el poeta: “… Y pareció que sobre aquel ambiente flotaba inmensamente un poema de amor y de amargura”.
Embriagados de emociones nos dirigimos a la mesa para partir la torta. Alguien se había olvidado de comprar las velas. No importa, abuelita, le dije, no hay velas porque usted ha vuelto a nacer. Y con la música en los labios le cantamos feliz cumpleaños. Ella nos observaba sosegadamente, con esa paciencia que dan los años y los daños también. Su rostro era inescrutable; sus labios sonreían ligeramente pero sus ojos flotaban en la nostalgia del pasado y quizás también en la incertidumbre del futuro. ¡Qué sensación verla y reír llorando! Y es que esta mujer ha soportado cuántos dolores y cuántas pérdidas a lo largo de su vida. Con un estoicismo envidiable ha enterrado sus lágrimas, pues el riesgo de dejarlas libres supondría un llanto sin fin.
Me acerqué y le dije, abuelita, ¿Qué se siente tener 91 años? Y me respondió: “No se cree”. Mi ñaño continuó: “Es que no toda la gente llega a los 91 años”. Y debí yo agregar, ¿noventa y un años de qué?
¡Feliz Cumpleaños, abuelita querida!
Insisto me encanta como escribes………..