¿Será que la tristeza más profunda es la que no se expresa? ¿Que las lágrimas que no logran escaparse son las que más se lloran? Hay dolores tan grandes, tan grandes, que el cuerpo no resiste y por eso es el alma quien los sufre, entre las sombras y el silencio. Hay rostros tan apacibles, tan radiantes y, sin embargo, tan tristes. Es incomprensible cómo pueden convivir a la vez la alegría en el cuerpo y la tristeza en el alma. Sin chocarse, sin siquiera rozarse, fluyen paralelamente, como hermanas a la distancia, dichas emociones antagónicas.
Ocurre también que, por obra de azares desconocidos, cualquier mañana o tarde, también de noche, la tristeza viaja al cuerpo y la alegría visita al alma. Entonces el cuerpo conoce lo que es ser débil y el alma aprende lo que es ser joven. ¡Pobre alma que ignoraba la dicha! ¡Pobre cuerpo que repudiaba la desdicha! Condenados a lo suyo, acostumbrados a la costumbre, olvidaron que no hay lo uno sin lo otro, que lo dulce es más dulce sólo después de haber sido amargo.
En medio de dicho proceso de aprendizaje, el cual comprende varios estadios, unos más sencillos que otros, se asoma algo tímida y algo silenciosa, aquella alternativa realmente innovadora, una nueva percepción: la posibilidad del equilibrio. Se arma un puente entre lo que es y no es, para dar paso a lo que podría ser.
A fin de cuentas, la vida es el movimiento en medio de posibilidades. Si no es esto, es aquello o ambos o ninguno. Y que sea lo que sea, que la incertidumbre no da frutos maduros, que la certeza sí pero no siempre. Dios sabrá. Sólo se trata de vivir, aunque hay días en que apenas alcanza uno a sobrevivir. Cómo duele. Cómo quema. Cómo vibra. Cómo sueña. Y que sea lo que sea.