Me acuerdo casi completamente de este día hace exactamente nueve años. Tú exhalabas tus últimos suspiros, pero yo no lo sabía. Me habían dicho que te iban a poner una “inyección para quitarte el dolor” y que perderías la memoria. Nada más. La palabra “muerte” no figuraba en mi mundo de posibilidades. Uno no piensa que las despedidas pueden ser definitivas. Al menos a mi corta edad (12 años), yo lo veía como un comienzo. Algo así como reconquistar tu cariño y tu amistad. En el trayecto de mi casa al colegio planeaba mi futuro contigo, lo que haríamos, lo que haría para ganarme de nuevo tu corazón…
Aquella mañana del 3 de diciembre del 2004 me fue a recoger inesperadamente mi tía al colegio. Me dijo que ese día te pondrían la “inyección para quitarte el dolor”. En mi corazón pensé que quizá no estaba lista; ¿y si a tu nuevo “yo” no le caía bien? Pero no pude reflexionar mucho en ello. Cuando estás cerca del final, no hay tiempo para meditar. Llegamos a la clínica, mis hermanos y yo, donde nos esperaban mis papás. Tú estabas acostado con la máscara de oxígeno, no podías hablar mucho ya. Aún con la máscara, se distinguía tu rostro sereno. Nunca te vi llorar. No sabía qué hacer, ¡qué decirte! Quería decirte algo maravilloso, agradecerte por tantas cosas, contarte cuánto te quería… y que de mi boca saliera poesía. Pero tú y yo somos personas de pocas palabras. Eso lo aprendí de ti. Me atreví a decirte: “Dios te ama mucho, por eso te quiere con Él”. O algo así que las lágrimas me impidieron terminar. Te abracé, sin imaginar que esa sería la última vez que sentiría el calor de tu presencia. Me abrazaste, y nos tomaste de la mano a mi mamá y a mí, y nos pediste que siempre seamos amigas. Luego tuvimos que salir del cuarto para que los médicos hicieran lo suyo. Afuera todo era oscuro, silencio, espera. Entramos de nuevo y estabas dormido. Adentro también era oscuro, silencio, espera. Yo sólo veía la maldita máquina con unas líneas zigzagueantes que me indicaban que todavía estabas aquí. Cualquier sonido que emitía turbaba mi corazón. Tenía tanto miedo de perderte…
Después de un rato nos fuimos mis hermanos y yo. Ese día también era el cumpleaños de mi mejor amiga, así que me invitaron al cine. Todavía recuerdo la película (“Shark Tale”) y que cuando mis amigas me preguntaron qué había pasado, les respondí con mucha calma que te habían puesto una inyección para que no sientas dolor y que perderías la memoria. Pero que todo estaba BIEN.
Aquella noche me fui a dormir con la esperanza de abrazarte al siguiente día, pero me desperté con la noticia de tu partida. Mi madrina había pasado la noche en casa. Habían puesto unos colchones en el cuarto de mis papás y nos habían trasladado a mis hermanos y a mí en la madrugada para que despertemos ahí. Nos dijeron que habías muerto y yo recibí la noticia como quien recibe el periódico, con absoluta naturalidad. Tal vez no quería derrumbarme al frente de nadie. Tal vez estaba molesta porque eso no formaba parte del plan. Me dirigí silenciosamente al baño y me encerré a llorarte, a extrañarte, a suplicarte…
Bajamos a desayunar. A mi hermano le habían preparado un huevo frito pero no lo quiso. De repente llegó mi amiga la cumpleañera del día anterior y su mamá. Se acercaron sin decir nada, pero al abrazarme lo dijeron todo. Su mamá me dijo algo que hoy, después de cuántos años y cuántas historias, soy capaz de valorar por todo lo que estas palabras encierran: “Aquí está su amiga para que la acompañe”. No había desayunado. Se comió el huevo frito de mi hermano. Así fueron llegando más y más amigas, todas con su uniforme blanco y negro. Nos pusimos a ver una película en el cuarto de mis papás. ¿Qué más se supone que íbamos a hacer? Éramos unas niñas. En mi casa no se percibía un ambiente de muerte, parecía un sábado corriente.
Por la tarde fuimos a Parques de la Paz, para tu misa y entierro. Me acerqué con miedo a tu ataúd. Estabas tan elegante y apuesto con tu terno. Tu rostro era puro y sereno como en vida. Una amiga me comentó luego que se te veía en paz. Yo también me acuerdo y le creo. Pero en ese momento era tan difícil verte y aceptar y seguir… La misa fue muy hermosa. La dio el Padre Juan Ignacio, que siempre íbamos a su misa, ¿te acuerdas?. Yo no me acuerdo mucho de sus palabras de aquel día pero recuerdo esto con claridad. Contó la siguiente historia: Estaban un par de amigos jugando billar y uno le pregunta al otro: “¿Qué harías si te dijera que en unas pocas horas vas a morir?”. A lo que el amigo contestó: “Seguiría jugando billar”. Así fue como hizo Alfredo, dijo, durante su enfermedad procuró vivir a plenitud. Pocas semanas antes de morir hizo el esfuerzo y fue al cine con su hijo. Él siguió jugando billar hasta el final…
Tú seguiste jugando billar. Y yo sigo aquí, nueve años después, de rodillas frente al altar. Jesús dijo: “Toma tu Cruz y sígueme”. Esta es mi cruz. Esta es también mi salvación. Acepto con amor los designios del Padre; le doy gracias por el sufrimiento porque me ha hecho más humana, más sensible, más humilde. Le doy gracias porque no todos tienen el privilegio tan grande de tener un padre como tú. De vivir a plenitud el amor, la compañía, el sacrificio y la entrega como tú los viviste. Todavía duele, pero sin el dolor hoy no sería quien soy.
Mi mamá dice que moriste silenciosamente y en paz, como una luz que se va apagando lentamente. De la misma manera cultivaste el amor de los tuyos, con una paciencia suave y una generosidad silenciosa. “Ama primero y siempre serás amado”, solías decir. Eres mi héroe, papi. Te quiero siempre.
Grande Alfredo!
Una maravillosa historia mi respeto a esa hija por ese valor
Empecé a leer tu artículo y fue como estar viviendo una vez más aquel día en que perdí a mi madre.
Que lindas palabras y que claridad de expresión hay en ellas.
Sentimiento compartido. Yo sentí y sigo sintiendo lo mismo desde hace tres meses cuando mi padre se fue a la eternidad con DIOS.
Muchas gracias a todos por sus sinceros comentarios. No hay mayor consuelo que hallar comprensión en el dolor compartido.