“Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé. En el quinientos diez y en el dos mil también…”, inicia el tango Cabalache de Enrique Santos Discépolo. ¡Cuánta verdad hay en estas palabras! El mundo, desde que es mundo, está lleno de maldad, intriga, envidia, soberbia, prepotencia, deseos insanos, etc., y el hombre, el gran dominador del mundo, que fue creado para someter a la tierra, para dominarla, piensa sólo en su egoísmo, en acaparar bienes para sí, como si este mundo fuese el destino final de su vida, y todo lo que logre reunir, lo fuese a conservar en el más allá.
En el dos mil cien y en el tres mil será igual que ahora, si es que Dios tiene la misericordia de dejar que el hombre siga destruyendo su propia raza y el legado que Él le dio, si no lo destruye antes. Esta humanidad irreflexiva, inconsciente y prepotente que deifica al yo interior, que es complaciente con sí mismo, y que mira al prójimo no como a un extraño, sino como a un enemigo. Es curioso, pero al hombre común, le es más fácil darle una moneda a un pordiosero que está en la esquina, que mirar con misericordia o darle la mano a un vecino pobre de su barrio o de su casa. Y mientras más alto es el nivel social en que se encuentra, más difícil es que pueda hacerlo. Da gusto ver en la maternidad, a las madres que recién han dado a luz, como la de más experiencia ayuda a la otra que está angustiada porque su bebé llora, siente que aún no tiene leche y tiene miedo de que su hijo se pueda morir.
¿Por qué somos tan difíciles los humanos? ¿Es que el afán de competencia, de sentirse (estúpidamente) superior a los demás, nos impide abrirnos y darnos a los demás? ¿Es que no podemos entender que la vida terrena es un simple y corto período de tiempo en la vida de nuestras almas, y que todo lo que conseguimos aquí, aquí se quedará cuando sigamos nuestro viaje? Nada, ni un centavo, nos llevaremos al fin de nuestro paso por la tierra. Lo único que hacemos en este período de tiempo, es ensuciarnos (por eso la llamamos tierra) y para lo que sirve es para probarnos, para ver si somos o no dignos de una vida eterna. Lo único que nos llevamos, son nuestras buenas obras, que desgraciadamente están contaminadas con las otras que no fueron tan buenas e incluso con las que fueron francamente malas.
Dar. Dar hasta que duela, Repetía el Padre Arrupe. ¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si al fin pierde su alma? Preguntaba Domingo Savio. Pecador, sí. Corrupto, ¡NO! Insiste nuestro Papa Francisco, e increpa a los gobernantes del mundo a buscar la dignidad del hombre, fomentando el trabajo: “Donde no hay trabajo, no hay dignidad”.
La culpa es de todos. El irrespeto a la Doctrina Social de la Iglesia y a sus cinco reglas básicas. El conformismo. Es bueno rezar, pero, como dice la Biblia, “A Dios rogando y con el mazo dando”. Aprendamos a ser solidarios. Participemos todos. Permitamos que la subsidiariedad haga que las obras lleguen hasta el último rincón, Permitamos que el destino universal de los bienes, respetando la propiedad privada legalmente habida, nos lleve al bien común y permita que la unión de los hombres y de los pueblos nos lleve al respeto, a la unión y al amor, en nombre de Dios.