La Iglesia celebra hoy tres cosas: la institución de la Eucaristía, la institución del Orden sacerdotal, la promulgación del
Mandamiento nuevo.
Eucaristía:
¿Cómo hablar de lo inefable sin estar condenados a permanecer siempre en puros preludios, prólogos e introducciones? En el diccionario no hay palabras suficientes para hablar de la Eucaristía. No habrá hecho más maravilloso, más desconcertante, increíble e insólito en la historia humana que el hecho de la Eucaristía. Me atrevería a decir, incluso, más que aquel por el cual Dios se hizo hombre: la Encarnación. Que Dios decida dejarse comer por el hombre, es más asombroso que el que Dios decida hacerse hombre. Por la Encarnación Dios se hace uno con la raza humana; por la Eucaristía se hace uno conmigo, para que yo, según las leyes del amor, me haga uno con Él, sin que Él deje de ser Él, y yo deje de ser yo. Sin la Eucaristía, a la Encarnación le faltaría algo.
La Eucaristía es ‘el Sacramento de nuestra fe’, porque es en ella donde se lleva a cabo con más intensidad la experiencia de la fe: No sólo que no vemos lo que creemos, sino que vemos, saboreamos, tocamos y sentimos algo diametralmente opuesto a aquello que la fe afirma. La fe afirma: Esto es Dios; el sentido insinúa: No. Esto es pan y vino. La fe dice: Esto es Alguien; la razón dice: No. Esto es algo. Pero hay algo más: sólo con una actitud de fe extrema se puede creer que un hombre – un sacerdote – diga unas palabras sobre un pan y un vino, y, acto seguido, él se postre ante ‘eso’ y reconozca en ‘eso’ a su Dios, y deba estar dispuesto a morir antes que negarlo: ¡La creatura ‘hace’ a su Creador! Alguien diría: Estos católicos están locos. Y no le faltaría razón…, si locura es creer y tomarse en serio a Dios, por encima y en contra de toda razón y todo sentido corporal.
Con la Eucaristía sucede lo que con los ríos: No podemos bebérnoslos, pero ello no obsta para que saciemos nuestra sed. Ni los ríos están hechos para ser bebidos, ni la Eucaristía para ser comprendida. Pero, una vez que hemos saciado la sed en el río, captamos que qué sería de los caminantes sedientos si no se encontraran ríos en el camino; una vez que has hecho de tu vida una Comunión con Dios, captarías lo absurda que sería la vida si Dios no existiera y triste sería la existencia si, teniendo sed de Eucaristía, no existiese la Eucaristía; si poseyendo sed de intimidad con Dios, no hubiese cómo saciar esa sed de intimidad. Ese ‘algo’ es ‘Alguien’: Jesucristo hecho Pan y Vino… Quizá el mejor gesto humano que puede reflejar lo que es la Eucaristía sea una madre intentando ‘comerse a besos’ al niño de sus entrañas… Con la diferencia de que ella jamás lo hará con su hijo, pero nosotros sí con Dios… Nos lo podemos comer a besos…
En el año hay dos jueves en los que la Iglesia nos invita a volver los ojos a la Eucaristía: Corpus y Jueves Santo.
En Corpus, nos detenemos ante la Eucaristía como sacramento, como alimento que nos ofrece Dios a los hombres para nuestra salvación; es decir, como Banquete. Como Sacramento, la Eucaristía es el mayor gesto de amor que a nadie se le pudo ocurrir, porque nadie ha amado tanto ni tiene tanto poder como el mismo Dios: Jesús se nos entrega en alimento. Ningún sacramento tan sublime como éste, ya que, como observa Santo Tomás de Aquino, no sólo nos da la gracia en mayor medida, sino que nos entrega al mismo Autor de la Gracia. Con la Eucaristía sucede lo que con la vida natural, a medida que un cristino madura en la vida sobrenatural, necesita un alimento sólido para su alma: la Eucaristía: “Comida soy de grandes, crece y me comerás”. Quien comulga con las debidas disposiciones, va transformándose según el Espíritu de Cristo: “No me mudarás en tu carne, sino que tú te mudarás en mí”.
En Jueves Santo, contemplamos la Eucaristía como ofrenda que los hombres, con Cristo, por Cristo y en Cristo, hacemos a Dios, por la salvación del mundo; es decir, como sacrificio. Jesús, unificando los dos aspectos dijo en la última Cena: «Tomad, comed, éste es mi cuerpo que será entregado»… «Bebed de ella todos, porque ésta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perdón de los pecados». Como sacrificio, la Última Cena es la primera Misa de la historia, y cada Misa es nuestra ‘Última Cena’: nada tenemos que envidiar a los Apóstoles. Para Dios – y las cosas no son como las vemos nosotros, sino como las ve Dios – todo es presente hic et nunc: para Él, en la Última Cena, en la Santa Misa, y en el Calvario se está llevando a cabo exactamente lo mismo: Su Hijo Amado, Jesús, se entrega y muere por amor para la salvación del mundo. Por esto, la Santa Misa, dado que la Eucaristía es el mismo Jesucristo, es, y debe ser el centro, el origen y la meta de la vida de todo cristiano. En la Cena y en la Misa, Jesús consuma, como consumó en el Calvario su entrega al Padre como expiación de los pecados de todos los hombres.
El Sacramento del Orden. Fue instituido poco a poco, a medida que iba dando poderes a los Doce: Ahora, el mandato de ir y enseñar, luego la facultad de consagrar; luego, la de perdonar… Pero el sacerdocio no es ante todo unas funciones, sino un ‘ser’. El sacerdote, sea bueno o malo ‘es’ siempre otro Cristo, el mismo Cristo… Por eso mismo, ciertas conductas incorrectas de los sacerdotes tiene proporciones de sacrilegio, de profanación de algo sagrado: su propia persona. Quizá el poema que viene a continuación exprese muy adecuadamente quién es (o quién debe ser) un sacerdote:
¿Qué es un sacerdote?
Un sacerdote es un enamorado de Dios,
un sacerdote es un enamorado de los seres humanos,
un sacerdote es un hombre santo,
porque él marcha delante del rostro del Más Santo.
Un sacerdote comprende todo,
un sacerdote perdona todo,
un sacerdote abraza todo.
El corazón de un sacerdote, como el de Cristo,
está traspasado por la lanza del amor.
El corazón de un sacerdote, como el de Cristo,
está abierto para que el mundo entero penetre allí.
El corazón de un sacerdote
es un vaso de compasión,
el corazón de un sacerdote
es un cáliz de amor,
el corazón de un sacerdote
es el lugar de encuentro
del amor humano y del amor divino.
Un sacerdote es un hombre
cuya vocación es ser otro Cristo;
un sacerdote es un hombre
que vive para servir.
Un sacerdote es un hombre
que está crucificado a sí mismo
a fin de poder también él mismo ser elevado
y conseguir todo de Cristo.
Un sacerdote es un enamorado de Dios.
Un sacerdote es el regalo de Dios al hombre
y del hombre a Dios.
Un sacerdote es el signo del Verbo hecho carne,
un sacerdote es la espada
de la justicia de Dios,
un sacerdote es la mano
de la misericordia de Dios,
un sacerdote es el reflejo
del amor de Dios.
Nada en este mundo es más grande
que un sacerdote.
Nada, salvo Dios mismo.
El mandamiento nuevo: La ‘novedad’ de este mandamiento está en el ‘como yo os he amado’… Jesús nos enseñó cómo nos amaba, no sólo con su palabra, sino que nos lo “mostró” con su propia conducta. Se hizo amigo de los pecadores, de los mendigos, de los niños, de los ricos de mala fama, de los pobres…, para que viéramos cómo hemos de amar, especialmente a los más débiles. Los enemigos le criticaron: “Este acoge a los pecadores y come con ellos”, y él respondió – No son los sanos los que necesitan médico, sino los enfermos. El Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido”. Aquí está la perfección cristiana: Amad a vuestros enemigos… Si no comprendemos cómo amó Jesús, no sabremos cómo amar al prójimo: Carísimos, si de esta manera nos amó Dios, también nosotros debemos amarnos mutuamente.
Sábado Santo y Domingo de Resurrección
El mensaje más concreto y que más nos afecta e importa de la Resurrección es que la fe cristiana no gira en torno a unas verdades, ni a unas normas, ni a unos ritos, sino en torno a una Persona viva: Jesucristo, el Viviente. Además de ser la mayor prueba de la divinidad de Cristo, éste es el ‘saldo final’ de la Resurrección: el cristianismo no es una ‘religión del libro’, sino la de una Persona viviente: Jesucristo. Cuando lo vi, caí a sus pies como muerto. Él (Jesucristo) puso su mano derecha sobre mí diciendo: «No temas, soy yo, el Primero y el Último, el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos. ¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? La primera convicción que tenemos como cristianos es que Aquel a quien seguimos está vivo. La importancia de la Resurrección de Jesucristo como fundamento de esta convicción es básica. En el mundo hay muchos sepulcros que son famosos por lo que contienen: restos de héroes, reyes, artistas: los ‘memoriales’ de los Presidentes americanos, la tumba de Napoleón… Hay también un sepulcro que es famoso por lo que no contiene; porque, el que estaba allí, hoy está vivo: El sepulcro vacío de Jesucristo en Jerusalén.