En este mundo nuestro actual resulta difícil asimilar un oficio, un quehacer diario, sin la influencia de la tecnología, de la informática, sin poner un SMS, sin recibir un whatsapp, sin los recursos de internet, pero no hace mucho tiempo, todo esto no existía.
Estaba yo pensando, por qué no dar un descanso a los electrones que no paran de moverse de un lado a otro, que bien merecido tienen un reposo y recrearnos en pasajes del pasado no tan lejano donde ellos aún no habían surgido de su cuna.
Por unos instantes voy a pasear por una calle imaginaria y comprobar, al inicio del día, cómo las amas de casa acuden en pleno a la esquina de la calle; ¿qué ha pasado?, pues que el lechero ha llegado, con su gran cántara y un par de jarros de latón como medida, de litro y medio litro, repartiendo la leche fresca, sin pasteurizar y sin conservantes, directamente del ordeño al consumidor. Me dispongo, haciendo uso de la osadía que me caracteriza, a entrar seguidamente en una de las casas donde una señora está elaborando jabón, mezclando el aceite de oliva sobrante con la sosa caústica y poniéndola a hervir. ¡Cuidado!, me dice, no te acerques mucho que la sosa puede salpicarte y quemarte, mientras ella remueve con un palo hasta que toma consistencia y lo vuelca sobre un recipiente de barro. Así estará un par de días mientras se está endureciendo.
Qué suena en la calle? Es el afilador, me dice la señora. Un sonido inconfundible de flauta que convoca a todos los que necesitan poner al día sus herramientas cortantes. Salgamos a verle. Ahí está con su rueda de esmeril, sujeta a una especie de trípode que se acciona mediante el pie, y al que le imprime un movimiento giratorio, que al paso por el filo del objeto, lo vuelve cortante. Hay que ser hábil y pasarlo sólo lo necesario para que el esmeril no se coma la hoja entera.
Ahora entiendo por qué tantos chiquillos merodean junto al afilador, están esperando a que salten las chispas y quedarse boquiabiertos. Y mientras afila y saltan chispas va contando los últimos sucesos y avatares acaecidos en pueblos vecinos.
Volvemos a casa, ¿qué veo a través de la ventana? En la terraza de enfrente, un criador de palomas mensajeras colocando un mensaje en sus plumas remeras. El suspense se ha perdido, antes había que armarse en paciencia y esperar que el mensaje sea recibido y cultivar la incertidumbre o duda de si el mensaje llegara o no a destino. En la sesión vespertina de nuestro paseo imaginario, ahora que está anocheciendo, nos cruzamos con el farolero, con su gorra de plata que de alguna manera le confiere un cierto grado de autoridad y contemplamos cómo va extendiendo su vara larga y prendida en el extremo hacia los distintos faroles de la calle, para conectarles el gas y permitir que luzcan en todo su esplendor y ver cómo los chiquillos se apelotonan y salen corriendo hacia sus casas al verle, porque ya está anocheciendo. Toda la familia estamos sentados al abrigo del fuego de la chimenea.
Por la combustión de la leña y los efectos del humo que genera, se va depositando en las paredes de la chimenea el hollín, una sustancia crasa y negra que hay que quitar periódicamente para evitar que se desprenda y caiga sobre el fuego. Para ello existe un encargado, el deshollinador. Provisto de un largo palo, dotado de un cepillo muy duro en su parte final, procede a raspar las paredes de la chimenea, hasta dejarlas limpias de hollín. Es fácil reconocerle porque va tiznado de negro en todo su cuerpo pues ha tenido que introducirse dentro de la chimenea para poder limpiarla. Ya no queda nada de ese sabor a leche callejera ni se escucha el sonido de la flauta, ni la chimenea calienta. Los electrones han dejado sus minivacaciones, vuelve a sonar el móvil, un mensaje me avisa que estamos en la red. La vida continúa.