La verdadera experiencia que me ha traído el nacimiento de mi hija, es el encuentro con la belleza. La belleza de la espera, que trae la paciencia y la confianza durante el proceso del embarazo y ahora el nacimiento de mi hija. Observar las dos cosas como una, una sola belleza. Ver la fragilidad y la fuerza, el afán de la vida y las formas nuevas que van cambiando poco a poco. La belleza de la ternura, de la dependencia absoluta, total para que la vida continúe y sentirse un instrumento de algo superior a mi, a mi existencia, a lo transitorio de lo que imagino ser. Uno descubre el poder y la vida del sentimiento, de lo verdadero.
Mi hija no es hija de la mente, no la creo mi imaginación ni la vanidad. No es consecuencia de nada fantasioso ni espurreo, es simplemente el milagro de la vida. De lo sencillo, lo simple, lo tenue y lo complejo, juntos como una unidad para que suceda una vida nueva.
Cada instante mi vida esta aquí. Ahora mismo escucho sus gritos descomunales por alimentarse y entiendo su lucha por la vida. ¿Quién lucha: la vida o ella por la vida? En ella la experiencia no es literal ni formal, ni nadie sabe nada. Todo ES. Está en el momento, en el instante y abriendo bien los ojos, veo el papel de la madre, su función. Es un trabajo superior. La maternidad es superior, La paternidad es superior. La dedicación de la madre es total, ella da su calor, sus cuidados, su atención. La envuelve en palabras y gestos, acción y reacción para que la vida siga, instrumento de la vida, del presente. Estar ante lo verdadero es un regalo, no hay reacción, sino estar en la vida, impactado de lo sublime, tocado por la verdad. No se qué hacer entonces no hago nada, no obstaculizo, estoy entregado a la posibilidad de que algo muy fuerte qué necesito esta ahí, aquí, ahora.
Estoy atento, la vida me lo va a enseñar, mostrar. Me va a abrir. La verdad es un néctar, escaso y raro, interesa a pocos. Estoy agradecido. Gratitud. Continuidad. Unidad.