Hablar de la autonomía universitaria es, en buena medida mover muchos pisos de muchos poderes. Pero teniendo en cuenta el actual entorno global, calificado ya como la sociedad del conocimiento, en que está en juego el estudio superior, la autonomía de su gestión es clave en el debate. ¿Qué es, en realidad, la autonomía? ¿Es útil para establecer rangos de excelencia con la educación impartida? ¿Puede la autonomía generar mejores posibilidades en la formación profesional práctica de los educandos? ¿Es para la docencia, en la amplitud de miras de los contenidos de su enseñanza, necesaria la existencia de la autonomía? ¿A mayor autonomía mejores resultados para aumentar, sustancialmente en calidad y en perspectivas de realizaciones científicas, la enseñanza-aprendizaje del conocer? Más interrogantes pueden abrirse. Pero no obligadamente mejorarán las respuestas… Reconocer dos criterios o categorías de análisis es primordial. Uno, la autonomía operativo administrativa y dos, la autonomía exclusivamente académica. Aunque la importancia es válida en ambas instancias, y difícilmente puede considerárselas separadas, la incursión, por ahora, responde a la pregunta “¿qué pasa con la autonomía exclusivamente académica?”.
¿Cómo pasar por alto que la libertad del catedrático, pretextando dicha autonomía, para plantear lo suyo lo convertía en dueño de su verdad y en el proceso de su entrega sin descanso, casi autista, dicha verdad pasaba a ser la verdad, sin discusión alguna? Pero la autonomía académica es otra cantar… O al menos, este razonar, aquí, insiste en otra opción. Desde un punto de vista general, debe quedar claro que esta autonomía deviene, como extensión estructural, funcional, operativa simple y llanamente de la mismísima libertad de opinión. Pertenece, por definición del acto enseñanza-aprendizaje, al docente y al dicente en una relación de diálogo. La dinamia de esta ejecutoria de enseñanza-aprendizaje no cerrada, en donde es conocido de antemano el plan de trabajo de la docencia, aumenta en el alumno su acervo de conocimiento previo, y al profesor incentiva en la actualización continua de sus conocimientos. Pues, al primero lo anima a ser interlocutor con propuestas y para el segundo, resulta un estímulo, al no descuidar su esfuerzo cuantitativo y cualitativo de su competencia instruccional. Esta práctica libertaria de hacer conocimiento desde la academia proyecta, elevando, la calidad de la enseñanza-aprendizaje y motivando el descubrimiento de otras instancias de la cultura del saber. Una consecuencia interesante es, además, la posibilidad real de superar el conocimiento enajenado (no propio) sin correspondencia con la actualidad que, por lo común, codificado como oficial, pretende subsistir en sinónimo de alguna verdad revelada.
La autonomía académica, dadas sus bases de promover una accionar libre del conoci miento, tanto en expresarlo como en recibirlo, despliega, funcionalmente, algunos niveles del encuentro con el saber, habitualmente negados: a) Crítica evaluativa. Todo conocimiento debe ser confrontado, venga de donde venga. Todo tiene que ser discutido desde muchas angulaciones; b) Incidencia participativa. Las labores talleristas hacen de sus participantes agentes competitivos por cada tarea en emulación mutua; c) Relación solidaria. Aun en el contexto de competencia, la solidaridad emerge, al no perderse de vista que los resultados finales son la entrega de una relación interactuante de intercambios; d) Realidad reflexiva. La pretensión de conocer implica un cometido investigativo, respecto a la realidad confrontada, siempre dentro de una lógica de racionalidad; e) Creatividad colectiva. El conjunto de las relaciones de trabajo grupales resalta la opción creativa global, en tanto la unidad de las gestiones múltiples de la intervención docencia-dicencia hacia una meta establecida.
Cada paso dado, y todos en conjunto, advierten en el conocimiento que está procesándose, con el incentivo de estas instancias, la falibilidad en su consistencia textual, pero al mismo tiempo la capacidad de perfección en su esencialidad. La comprensión de estas instancias es un buen preludio para un nivel superior del saber, que exhorta a dominarlo y, de inmediato, a superarlo. La autonomía, sin embargo, corresponde, “per se”, de facto, por su propia naturaleza, desde una comprensión macro, a la entidad universitaria. Sin autonomía institucional es imposible, en términos operativos y eficientes de calidad real, un desempeño coherente de la docencia. Pretender imponer, desde fuera, el quehacer académico universitario, determinando las áreas de estudio o el detalle de las carreras que deben seguirse o las escuelas, facultades, institutos que puedan cobijarlas es hacerse cargo de la globalidad de un conjunto de componentes para, al integrarse, concretar un destino enseñanza-aprendizaje, huérfano de toda idoneidad. La nulidad institucional universitaria desde esta percepción es obvia. Pues, su razón de ser, ya no tiene sentido, al liquidarse la responsabilidad de su destino.
Manteniendo este criterio resulta saludable que la Conferencia Mundial sobre Educación Superior (París, julio/5-8, 2009), insista, perseverando, en que la vida universitaria en el cumplimiento de sus funciones principales, investigación, enseñanza y servicio a la comunidad, tiene que ser considerada “en el contexto de la autonomía institucional y la libertad académica”. Pues sólo así puede esperarse “aumentar su foco interdisciplinario y promover un pensamiento crítico y activar la ciudadanía que contribuya al desarrollo y al avance de la sostenibilidad del desarrollo, la paz, el bienestar, el desarrollo y la realización de los derechos humanos incluyendo la equidad y género”. Todo quehacer académico o político que desprecia este argumento legítimo de la educación superior, encapsula la realización de toda propuesta científica, que antes que nada es relativa, abierta, temporal y dispuesta a cualquier discusión participativa, quitándole su verdadera esencia. El doctrinarismo, por eso, de cualquier tipo que fuere, sesga la vivencia de la realidad, impidiendo la efectiva realización del legítimo conocimiento extraído de la misma. O sea, “La autonomía es un requisito necesario para cumplir la misión institucional a través de la calidad, la relevancia, la eficiencia y la transparencia y la responsabilidad social”.