En cierta ocasión asistí a un retiro espiritual donde escuché a un sacerdote decir: “A veces, por atender las cosas de Dios, nos olvidamos del Dios de las cosas”. Aquellas líneas se grabaron muy dentro de mí ese día y hoy, a ratos asaltan mi mente para volver a escribirse, como si las leyera por vez primera, adquiriendo nuevos significados antes ignorados. El Dios de las cosas. Y las cosas de Dios. ¿Cuáles son esas? Para aquel sacerdote, atender las cosas de Dios es perdonar las almas contritas, ofrecer un pancito mojado en vino santo, narrar las historias de un Dios humano. Para la viejita que va a misa de ocho o de seis todos los días, atender las cosas de Dios es dirigir el canto, recoger la limosna, orar a solas. Para la monjita del convento, atender las cosas de Dios es desayunar sacrificios, amasar el pancito sagrado, orar por un mundo doliente.
Si atendemos las cosas de Dios, ¿cómo se nos escapa el Dios de las cosas? Nosotros los de acá no consagramos la Eucaristía ni perdonamos pecados. No nos refugiamos en un convento ni predicamos el silencio. Estudiamos, trabajamos, tenemos hijos, perdemos el tiempo, sufrimos, disfrutamos. Y en la orilla de la vida camina Dios. En el quehacer cotidiano habita cautelosamente el Dios de las cosas. Hay un señor, se llama Julio, todos los días antes de ir al trabajo pasa por la iglesia y se detiene para murmurar versos de amor al Señor. Conozco a una profesora que escribe en la pizarra pasajes de la Biblia y los estudiantes reflexionan en ellos antes de empezar la clase. Tengo un amigo que todos los días da gracias. Tengo otra amiga que saca de una cajita propósitos diarios. Y otra que va al santuario cuando nadie la ve y reza cantando. Hay un pájaro que amanece en mi ventana todas las mañanas, de seguro es Dios cuidándome. Ayer tuve hambre y una alumna me dio una sorpresa. Desperté gris y un ángel de Dios me preguntó cómo me sentía. Cuando deliré, mi hermano apretó mi mano y endulzó mi dolor. Mis alumnos me preguntan por la luz, sin saber que mi luz son ellos y ellos, su propia luz. Era de noche y empezó a llover, un señor se acercó para compartirme el paraguas. Te esperé y nunca llegaste. Dios sabe mejor. Y cuando lloré por una pena que nunca fue mía, Dios besó las lágrimas de mi voz.
Y para ti, que también eres de los de acá, ¿dónde está el Dios de las cosas?
Muy linda reflexcion.
El Dios de las cosas está en esta columna que acabas de escribir. Le puse rostro a todos los personajes que mencionas y me imaginé a Dios en cada momento de mi vida. un abrazo mi querida María José