La encontró y la vio. Esperó que se separaran, se dijeran adiós. Que ella avance unos pasos, que recobre el camino a casa.
La noche transcurre sorda y terrible. Fue en ese instante que agarró con sus manos de sentencia una y otra piedra y se la las lanzó a la mujer que un día amó, devoró y que lo volvió esclavo. Más piedras, le echó rocas de hoguera que apagaban los gritos de la mujer que le recordaba los días y noches de amor juntos. Una piedra, cien piedras, todas las piedras de la humanidad: sobre la cabeza, las piernas, la cadera que un día dijo que se movían como palmeras en los acantilados.
Viéndola echada en el piso gritando de dolor se volcó sobre ella y la golpeo, pateó, revolcó, arrastró, descuartizó; agarró el cuerpo inerte y lo partió en partes distintas. Arrojó su cabeza a unos chanchos que miraban impávidos, sus pies los lanzó a unos cuervos negrísimos que anidaban en un cactus desflorecido. Le arranco los ojos y los comió para que nunca más vean a nadie.
El corazón se lo entregó al mismo diablo que lo recibió para usarlo como máscara. La sangre la regó como camino para serpientes. A lo demás le prendió fuego, en cuyas llamas él mismo se echó para olvidar que un día amó y otro día odió..