Recién en mi vida adulta he aprendido a agradecer. Crecí usando la palabra gracias de una manera vacía. Si alguien te pasa algo que pides, si te dicen un piropo que te halaga, si te hacen un favor, o cualquier detalle, dices gracias. También aprendí que se agradece a Dios todos los días: por el nuevo día, por los alimentos, porque dé a quienes no lo tienen, y canté gratitud en la eucaristía. Ese mismo ejemplo transmití – sin querer- a mis hijos. Unos GRACIAS carentes de contenido, unos gracias dirigidos a quien te hace un favor, unos gracias aprendidos de memoria.
Tuvo la vida que aporrearme – ni más ni menos que a mis semejantes- para que yo comprendiera cuántos regalos había recibido. Tuvo la vida que confundirme, despojarme de todo lo que creía cierto, quitarme el sentido y el norte, para que me viera obligada a buscar la luz, desesperadamente. Solo entonces comprendí el verdadero agradecimiento, y comprendí qué es lo que se agradece. Entendí que todos esos gracias de cortesía, están bien, porque la gente te los exige, pero que los verdaderos agradecimientos estaban en otra parte. Sobretodo entendí que una cosa es decir GRACIAS y, otra muy diferente, vivir con una actitud de agradecimiento, despertarte todos los días maravillada por los regalos recibidos, caminar por la vida observando regalos intencionales y no intencionales que recibimos, de Dios, de extraños y cercanos, cada minuto.
Escuchaba a Brené Brown hace pocos días en una entrevista con Oprah Winfrey, justamente sobre la gratitud, perdón, sobre vivir la gratitud, que no es lo mismo. Decía Brené que en sus investigaciones ha descubierto que la gente teme ser feliz, que esa sensación de miedo que acude al corazón de las madres cuando ven a su bebé dormir plácidamente, el miedo a perderlo o a que le pase algo, es generalizada. Que muchas personas se preguntan qué cosa mala va a pasar cuando experimentan bienestar o éxito. Yo misma siempre he dicho que no hay que cacarear los éxitos, sino ser muy humilde, para que no se despierte la envidia o para que no pase nada malo.
Contaron en la misma entrevista que un señor tenía esta actitud de no disfrutar demasiado las cosas buenas de la vida, hasta que su esposa falleción en un accidente automovilístico. Entonces, lamentó tanto no haber celebrado más los buenos momentos juntos, no haberlos agradecido y disfrutado más.
Cuando me caí de la silla (figuradamente) abrí los ojos y me sorprendí con la belleza que me rodeaba y que no había notado antes. Me maravillé al poder tomar la mano de la persona que más quiero, mirar a mis hijos reír con una serie de televisión, ver a mis papis tomados de la mano, caminar por el parque y respirar aire puro, mirar las montañas, los árboles florecidos, oler el césped cortado, ver a la mamá “chocha” con su bebé en brazos, afuera de mi trabajo, cuidando los carros.
La lista es interminable: la tostada con mantequilla y miel de abeja del desayuno, el café pasado, la copa de vino tinto con un pedazo de queso, sentados los dos en dos sillitas en el porche, la novela de turno que no puedo dejar de leer, la paciencia de mi esposo con mis gustos y temores, el cariño de mis hijos expresado en pequeñitas palabras, mi cama cómoda, mi almohada, las lindas imágenes religiosas que me acompañan en mis oraciones diarias, la delicada profe de yoga que justo me tocó a mí, los gestos de respeto y apoyo de mi equipo de trabajo, el trabajo que tengo que me permite cambiar vidas con mensajes significativos, las flores de colores del frente de mi casa, el agua caliente con la que me baño, los amigos extraordinarios que siempre están ahí. No terminaría nunca pues tengo una vida bendecida. ¿Entonces, no conozco el dolor? Claro que lo conozco, tengo dolores graves y profundos, viviendo conmigo y en mi corazón, dolores que algunos considerarían insoportables y que yo misma nunca imaginé enfrentar, que algunas veces me han tentado a rendirme y dejarlo todo, inclusive que me han hecho desear marcharme para no ver y no sentir. Y me imagino que cuando sea buena persona, agradeceré también los dolores, porque me han hecho y me hacen ser quien soy, porque me hacen más sensible, porque sirven para que yo trabaje aquello que aún no he trabajado. Porque abren mi mente y mi corazón, para amar más, sin juzgar, sin querer controlar, porque me demuestran que yo no manejo todo, que no puedo prever todos los resultados, porque aducan mi capacidad de soltar y aceptar y confiar.
Si digo o no digo gracias es un detalle. La vida es agradecimiento por cada regalo, cada momento, cada dificultad; y, mientras lo tenemos, disfrutarlo, celebrarlo y agradecerlo.
Amén.
Que diferente seria el mundo si tendríamos la capacidad de hacer que prevalezca esos sentimientos profundamente humanos, gracias por recordarnos que somos humanos.