La última decisión del Tribunal Supremo de Justicia, que no será ciertamente la última, ha puesto nuevamente a la oposición a la defensiva y a la Asamblea Nacional a dar vueltas sobre su propio eje.
Se trata de una decisión que, como ya se está convirtiendo en costumbre de un tiempo a esta parte, deviene de dar contestación a un requerimiento que hace un tercero, que siempre aparece de la nada, quien solicita a nuestro máximo tribunal, le aclare cual es el verdadero significado de determinados artículos de nuestra Constitución, esto es, que interprete cuál es su sentido y alcance. En nuestro sistema legal se le denomina Recurso de Interpretación Constitucional y es la sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia el organismo que tiene la última palabra en esta materia, de modo, que lo que ella interprete, es lo que vale.
No es un recurso judicial aquel, que sea realmente imprescindible para que el sistema jurídico político de un país funcione mejor. Particularmente nos gustan más los países que no lo incluyen en su repertorio judicial, pues de hecho, la función fundamental de todos los jueces consiste en interpretar las leyes; algo que hacen cada vez que tienen que aplicar la ley a un caso concreto, es decir, cada vez que hacen justicia.
Decidir a priori, antes de tener delante un caso real, al que aplicar una norma jurídica, lo que esa norma jurídica quiere decir, en frio, sin personas y hechos específicos que valorar, es petrificar la letra de la constitución y quitarle lo que pueda tener de vivo para su adaptabilidad social y permanencia en el tiempo. Además, es una manera, en épocas de autoritarismo, y esto es lo más peligroso, de convertir a la constitución en una especie de texto sagrado, que solo un grupo de jueces, a modo de sumos sacerdotes, pueden interpretar. Y esto es, precisamente, lo que está ocurriendo en Venezuela.
Cuando se concibió la Constitución actual, la de 1999, Chávez tenía muy claro lo que debía contener, y una de esas nuevas figuras era la de una instancia superior, que concentrase el poder de decidir, lo quiere decir o no, el texto constitucional, pues conocía perfectamente, que controlando ese organismo, que no es otro que la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia, se garantizaba igualmente la aplicación uniforme de la nueva Constitución en línea con los intereses del régimen.
Esa idea, junto con otras que puso en práctica tan pronto ganó la presidencia, no le vino de la nada; las copio de su vecino del sur, Alberto Fujimori, quien tenía ya casi una década utilizando a su antojo, al Tribunal Constitucional o al Congreso, dependiendo de las circunstancias políticas, como meros instrumentos de acción en el logro de sus objetivos políticos personalistas. Quienes creen que la sentencia del TSJ, del 1 de marzo pasado, fue un “Fujimorazo”, se equivocan. El “Fujimorazo” se viene dando en Venezuela, desde hace diecisiete años.
Por eso, tratar de aclarar el contenido de la sentencia número 9 de la Sala Constitucional para demostrar que es ilegal o contraria a la propia Constitución, no tiene mayor sentido que el de hacer un ejercicio de inteligencia contra el absurdo. Pero al final, resulta una pérdida de tiempo pues al soberano que anda por la calle haciendo colas desde temprano para ver si le venden alimentos de la canasta básica, una batería para su automóvil o viviendo el drama particular de no encontrar medicinas para sus familiares enfermos, le importa ya muy poco, por no decir nada, lo que diga el TSJ o lo que le replica la Asamblea Nacional. Como le increpaba hace un par de días, en un programa de radio, un oyente a un joven diputado que explicaba los inconvenientes de tener un Tribunal Supremo como el actual, sirviendo no a la ajusticia sino a los mandatos del gobierno: “no me repita, ni diga, lo que ya sabemos, lo que deseo que me conteste, es como hacer para salir de esa estructura, para que no sigamos con lo mismo”.
El problema, es pues, político, no jurídico y esto lo sabe bien, la Junta Directiva de la Asamblea Nacional. Pero sin legislar o utilizar sus atribuciones de control político, le será imposible poner en práctica reforma institucional alguna o planes que alienten soluciones a la actual crisis política. Por ello, la sentencia del TSJ ha causado tanto estupor, porque sin disimulo alguno, ha recortado a futuro las facultades que la propia constitución le fija a la Asamblea Nacional, estableciendo restricciones inexistentes, así como subordinaciones al propio Poder Ejecutivo que no solo son contradictorias con la función de contrapeso que le corresponde por naturaleza a todo parlamento, sino que, además, la anulan de manera insólita.
Pero ¡cuidado! pues ya que hemos recordado a Fujimori, también debemos recordar, que fue él, durante su primer gobierno, en abril del año 1992, quien decidió, debido a que ni el Poder Legislativo, ni el Judicial, eran agentes de cambio, sino más bien de freno para realizar la transformación profunda que el Perú necesitaba, disolver temporalmente al Congreso y reorganizar al Poder Judicial. Este procedimiento, patentado por Chávez posteriormente, fue calcado, al dedillo, durante su primer año de gobierno, con mecanismos similares a los usados por Fujimori, como el plebiscito, la asamblea constituyente y, por supuesto, una nueva constitución.
Dieciséis años después, quien quita que la historia pueda repetirse y que una disposición aparentemente sin sentido, pues no estamos en Inglaterra, dejada ahí porque a alguien de la Asamblea Constituyente, se le olvidó quitarla en 1999, como lo es la contemplada en los artículos 236, numeral 21, y 240 de la Constitución, pueda convertirse en la solución del gobierno actual, para salir de la Asamblea Nacional, disolviéndola, y elegir una nueva. Y eso, si sería un verdadero Fujimorazo.
Entonces, lo único que nos quedaría, sería apelar, pero en la Corte Celestial, porque no hay otra.