Érase una vez un barrio anquilosado en el tiempo, donde habitaba una modesta familia. Aquella noche, el señor Marc Gobelin cavilaba entre sus sábanas junto a una extraña con la que compartía la misma cama pero ya no los mismos sentimientos.
“Es curioso –pensó- estar tan cerca de una mujer y no saber amarla”.
El Sr. y la Sra. Gobelin llevaban más de una decena de años casados, mas en su hogar se había extinguido la hoguera del amor; los únicos restos que quedaban eran sus dos hijos. El Sr. Gobelin estaba harto y anhelaba abandonarlo todo pero no se atrevía, so pretexto de aquellas cenizas que no podían ser barridas.
Esa misma noche, en otra realidad, Tapo el gorila marchaba encolerizado dentro del vagón designado, demasiado pequeño para un animal de su talla. Sus pasos marcaban su deplorable condición de fiera de circo, y en sus ojos brillaba la turbia luz de la libertad ansiada. Y aunque su cuerpo envejecía, su voluntad prevalecía.
En sus dieciséis años de cautiverio había planeado unos cinco intentos de fuga. Recordó cómo la primera vez se había engullido la llave de la jaula en un asalto de ansiedad. Suspiró cansado. Sumido en sus memorias del pasado, regresó a la actualidad cuando escuchó el mando autoritario de la bocina y el tren se puso en movimiento.
A la mañana siguiente, la familia Gobelin tomaba el desayuno en silencio. El Sr. Gobelin leía sosegadamente el periódico cuando Mathis, su primogénito, interrumpió su placer dominical al exclamar:
-“Papá, papá, ¡hay un nuevo circo en la ciudad!”
-“¡Mira el tamaño de ese gorila!” expresó su hermano Theo. “Llévanos hoy, ¿sí?”
A aquel padre le resultaba imposible resistirse a las pequeñas grandes alegrías de sus hijos; así que esa misma tarde, la familia Gobelin fue a dar la bienvenida al recién llegado circo. Al arribar, los niños se asombraron del enorme tren que alojaba a algunas de las especies más fantásticas del mundo: elefantes, leones, tigres, caballos, entre otros. Los payasos maquillaban la atmósfera con sus risas, mientras los trapecistas practicaban sus volteretas simples y dobles y los magos, pues, hacían lo suyo.
El Sr. Gobelin se fue alejando del grupo, guiado por una fuerza invisible que lo arrastró hasta el último vagón, donde no llegaba la luz y el ruido de la multitud se disipaba. La tarde se apagaba; y en la penumbra del vetusto vagón se encontró consigo mismo.
Unos ojos lo estudiaban desde las barras de una jaula oxidada y en esa mirada percibió, como en un espejo, su más íntimo deseo: escapar.
Desde el otro lado de la jaula, Tapo el gorila examinaba con curiosidad aquella silueta humana con aire abatido que permanecía impávida a su alcance.
Después de un meditabundo silencio, Marc Gobelin dijo para sí mismo:
-“Con que así luce el rostro de la libertad”.
-“Y así es como se escucha la voz del destino”, respondió el gorila en su mente.
-“¿Qué debo hacer?” le preguntó en silencio y sin sorprenderse.
El gorila señaló un vagón cargado de carbón. El Sr. Gobelin asintió y luego, obedeciendo a su instinto, se desvistió y recubrió su cuerpo sosegadamente con carbón. Seguido a ello, agarró el hacha que yacía a sus pies y rompió el candado de la jaula.
Se detuvo, la puerta estaba abierta. Permaneció un instante frente a su compañero de las tinieblas, como midiendo las distancias y las cargas… Finalmente se decidió y le entregó sus pertenencias. Así, el gorila se forró de ropas y el humano retornó a la desnudez.
La luna pendía en medio de ambos, como testigo de aquella codiciada permuta. Marc Gobelin exhaló profundamente y, prendido a los barrotes, confesó:
-“Llega el día en que el hombre sale en busca de su libertad y choca con su sombra. ¿Y a quién le agradan las sombras? ¿Quién puede caminar al ritmo de la oscuridad? Tal es mi desesperación que renuncio a la noche sólo para despertar en otra penumbra”.
Afligido pero resuelto, se acomodó en su jaula. El ahora renovado Sr. Gobelin, más peludo y encorvado, despidió un “Adiós” huidizo y fue a reunirse con su familia.
Desde aquel entonces la situación familiar cambió radicalmente. La Sra. Gobelin no tuvo más remedio que rendirse ante el dominio arbitrario de un ser violento que daba órdenes por doquier, despreciándola por su condición de mujer. Un ser atormentado por su sombra, cuya supervivencia se nutría a costa de la disminución de la otra.
Así pues, el jefe de familia educó a sus hijos en la moral patriarcal, y luego a sus vecinos y sus vecinos a sus hijos, y de hijo en hijo se esparció, poco a poco, como una mancha indeleble, como un vicio deslenguado, el machismo.
Sea que esto lo haya escrito una mujer o un hombre, percibo en este ejercicio literario que trata de expresar algo. Espero que con la práctica y el tiempo lo logre.
Espero la segunda parte.