La primera década de este siglo en Latinoamérica, estuvo llena de coincidencias y circunstancias políticas concomitantes, que en su conjunto ayudaron a conformar un nuevo ciclo de populismo. El “kirchnerismo” en Argentina, “el chavismo” en Venezuela y el “lulismo” en el gigantesco Brasil, son la muestra más significativa de este fenómeno político-social netamente sudamericano, que en términos generales se puede diferenciar del populismo clásico del siglo pasado. Nosotros lo denominamos populismo salvaje.
De aquellos, no cabe duda que fue el “chavismo” el que más impacto material tuvo en América y en el mundo, gracias a una política internacional que supo exportarlo, apalancándose para ello, en el potencial político de su riqueza petrolera; Evo Morales en Bolivia y Rafael Correa en Ecuador, son un buen ejemplo de esa influencia. Sin embargo, fueron los dos gobiernos de Lula da Silva, los que dejaron una impronta más profunda, en el camino hacia el desarrollo del Brasil y, por lo tanto, de la América Latina.
El modelo económico-social aplicado por el gobierno de Lula, que algunos han catalogado de neoliberal, pero que, en su momento, supuso una tercera vía para América Latina, fue en definitiva una mezcla de medidas liberales con programas sociales de distribución masiva de la renta nacional, entre los que destacó la Bolsa Familia, y que sacó acerca de treinta millones de personas de la pobreza extrema, siendo expandido a países como Paraguay, Bolivia y Ecuador. Pero tanto dinero en movimiento, como el que se necesita para fondear programas sociales tan enormes y ambiciosos, siempre requieren controles y, por ende, son fuentes de corrupción.
Aunque durante su gobierno, las denuncias de corrupción de distinta índole, no le dieron grandes sobresaltos a Lula, resulta revelador, en cierta forma, que sea durante la presidencia de su sucesora Dilma Rousseff, que los mayores escándalos empiecen a salir a la luz, debido en gran parte a la presión ejercida por los medios de comunicación, así como por los partidos de oposición, que ponen el foco en la corrupción y, específicamente, en el escándalo de las mensualidad (mensalão), llamado «El juicio del siglo”. Un asunto que involucraba a altos dirigentes del Partido de los Trabajadores y a partidos de la oposición, que a cambio de una “mensualidad” permitían con su voto, en el Congreso, el avance de las políticas sociales de Lula. Después vendrían, en seguidilla, el escándalo del Mundial de Futbol, Petrobras, y todo lo demás.
Dilma es la sucesora de Lula y también la heredera de la corrupción de su gobierno. Además, tiene sus propios problemas, en parte consecuencia de la herencia recibida, por desviación de fondos de bancos públicos para cubrir programas sociales con presupuesto propio, que la pueden sacar de la presidencia, si el juicio político en su contra prospera. Eso sin contar una investigación por financiamiento ilegal, en su campaña última, con dinero de Petrobras; uso indebido de la cadena nacional de radio y televisión, así como de la maquinaria estatal para propaganda y manipulación de los indicadores socioeconómicos, entre otros. Algo que aquí en Venezuela está lejos de suceder.
Resulta inexplicable, que hasta ahora, los brasileños hagan responsable solamente a Dilma de la corrupción imperante, sin que la vinculación con su antecesor y mentor parezca tener alguna importancia
Por eso, volver la vista atrás y recordar al fundador del Partido de los Trabajadores, al comenzar la década de los 90, es decir, jugando un rol relevante entre los líderes de las protestas que exigieron la renuncia del presidente Collor de Mello, resulta irónico además de paradójico. Un Collor de Mello, acusado de corrupción, al que la irresistible presión del clamor popular, que en su momento cumbre llegó a concentrar a millones de ciudadanos en Rio de Janeiro, algo jamás visto en la historia política del Brasil, lo obligó a dimitir el 29 de diciembre de 1992.
Un clamor popular que hasta ahora, ha mostrado su indignación contra el sistema, en apoyo de Lula. Habrá por lo tanto que esperar para saber, si las recientes acusaciones de la fiscalía contra el expresidente brasileño, por ocultación de bienes y lavado de dinero, entre otras, pueden demostrarse fehacientemente o si, por el contrario, Lula el político más popular del planeta, como lo calificó una vez el propio Obama, utiliza su imagen, aún con mucho crédito entre los brasileños, para renacer de sus cenizas y lanzarse a las elecciones del 2018 como ya algunos sectores lo están proponiendo.
Populismo puro en acción. Pero un populismo que fue salvaje y que está de salida con Dilma y con Lula en Brasil. Que cierra un ciclo en América Latina y que entre otras enseñanzas nos deja como corolario, que la justicia aunque tarda, siempre llega.
Los políticos perniciosos, o ciudadanos que nacen de la nada y la miseria, aprovechan una falsa plataforma y se erigen como luchadores de los pobres y transformadores de una política corrupta en una política honesta y patriotica. Está probado que Nicaragua, Venezuela, Brasil, Argentina, Bolivia y Ecuador, adoptaron la política del socialismo del siglo XXI, un movimiento político populista que ha creado una crisis generalizada en donde los pobres ahora son más pobres, y los brotes de corrupción salen por todos lados. José Mujica lider de los Tupamaros en Uruguay y que fue detenido y condenado a muchos años de cárcel, fué elegido por el pueblo uruguayo presidente de dicha nación, pero dió ejemplo al entregar el 40% de su sueldo para la gente pobre, y hasta el momento no hay indicios de corrupción. Sigue viviendo en su humilde rancho y conduciendo su viejito volswagen; no tuvo aviones a su disposición, demostró mucha humildad y deseos de ayudar a su pueblo.