Se cumplen esta semana, los 100 primeros días de haber entrado en funciones para un nuevo periodo, la Asamblea Nacional, dominada en esta ocasión por la oposición, después de diecisiete largos años de espera.
Dos hechos destacan en este corto periodo de tiempo. El primero es la intensa actividad legislativa desplegada hasta ahora, al haberse discutido y sancionado varios proyectos de ley y, el segundo, el discurso franco y abierto pidiendo la salida de Nicolás Maduro, de su presidente, un político de la vieja escuela, de estilo pausado pero directo, que contrasta con la actitud prepotente y el lenguaje altisonante de su predecesor.
Pese a ello, si tuviésemos que calificar la gestión de la Asamblea Nacional durante estos cien días, únicamente por su actividad legislativa, funcionalmente considerada la más importante de todas, tendríamos que las leyes aprobadas después de las discusiones y procedimientos establecidos en la Constitución, que en otras circunstancias optarían para una máxima nota, se convertirían en un reprobado al haber sido declaradas todas inconstitucionales por el Poder Judicial. Algo así como lo que le ocurre al alumno que estudia día y noche durante todo el semestre y que cuando llega al examen final termina “raspando” la asignatura por haberse equivocado gravemente, cometiendo errores tan elementales que era imposible para el profesor dejarlos pasar.
Solo que en este caso no hay profesor, y quien determina si el trabajo sirve o no sirve, es el Tribunal Supremo de Justicia, pues en la práctica, una ley no sirve para nada si una vez aprobada por el órgano encargado de hacerla, el responsable de determinar si esa ley no se sale del marco constitucional, la considera fuera de él. El problema es que aquí no hay reparación, ni apelación posible. Lo único bueno de todo esto, es que la nota final la pone el soberano, es decir, el pueblo.
Que un alumno, aun habiendo estudiado, se equivoque de tal manera que no conteste nada bien, cae en el terreno delas probabilidades, pero que un grupo de personas, entre las que hay abogados y especialistas en el tema o temas que regula un determinado proyecto de ley, se equivoque en todas las respuestas es imposible. Y decimos en todas las respuestas porque eso es lo que sucede cuando se declara una ley inconstitucional de manera total. No es lo mismo que se decida la inconstitucionalidad de alguna parte de la ley o de alguno de sus artículos, a que se declare toda ella contraria a la constitución.
Mas imposible es aun, y lejos de toda probabilidad, que de tres leyes aprobadas por la Asamblea Nacional, todas tres resulten totalmente inconstitucionales, esto es, que la razón de ser de esa ley, su propósito, su finalidad y, por ende, las regulaciones que establece en su articulado sobre los hechos objeto de la misma, son en definitiva contrarios a la letra de la Constitución. Tan gruesa la equivocación de los redactores de la ley, como que a simple vista alguien no se dé cuenta de que un elefante no cabe por la puerta de su apartamento. Es que hasta pareciera que dentro de la Asamblea Nacional, en la bancada de la oposición obviamente, hay mucha ignorancia e inexperiencia.
En diciembre del año pasado, refiriéndonos a la guerra legislativa que ya se vislumbraba entre el gobierno y la Asamblea Nacional, decíamos en uno de nuestros artículos, que la situación antes planteada lleva a la conclusión de que aun con el Poder Judicial de su lado, al gobierno se le va a hacer difícil desconocer los actos legislativos de la nueva Asamblea Nacional, pues sería absurdo, por no decir sospechoso, que todas las leyes resultasen inconstitucionales y que en ese supuesto, no era difícil suponer que el descrédito del Tribunal Supremo de Justicia ante la opinión pública estaría más que justificado.
Debemos reconocer que nos equivocamos en nuestra apreciación de que al gobierno se le iba a hacer difícil desconocer todos los actos legislativos de la nueva Asamblea Nacional, por aquello de que podía parecer atípico, malicioso si se quiere, que todas las leyes fuesen declaradas inconstitucionales cuando afectaban los intereses del gobierno. Todo lo contrario, le ha resultado facilitó hacerlo. El recato y sentido común que pensamos podría tener el gobierno en este asunto, no existen, y no hay límites legales, tampoco éticos, ni siquiera políticos, que le obliguen a tener algo de mesura en sus acciones o actuaciones a través de los demás poderes públicos, ya sea el TSJ o el CNE. Tampoco el absurdo les preocupa. El descaro político es evidente y al gobierno no le importa el qué dirán.
Se juegan a Rosalinda, todo o nada. La suerte está echada.