Si algo es cierto en la Venezuela actual, es que Nicolás Maduro ha venido quemando sus naves de manera acelerada en estos últimos tres años y que, por lo tanto, el único posible camino por recorrer, la sola salida que le queda, es la de hacerle pecho a la revolución, acentuando su cariz socialista y, por qué no, comunista, término éste, que ya Hugo Chávez había deslizado en alguna de sus peroratas ante los medios o bien en alguno de esos interminables domingos protagonizados por «Aló Presidente».
El único plan posible para este régimen desde que Maduro es Presidente, no ha sido otro que hacer lo mismo que hacía Chávez, pero con más intensidad, sin intervalos, y poniendo el énfasis en la amenaza y en la provocación. Desde el año pasado, primero en abril, desde el fuerte Tiuna, frente a los militares, y después en agosto, desde el Panteón Nacional, frente a los líderes del denominado “poder comunal”, Maduro viene proclamando la radicalización de la revolución contra el sabotaje económico, por la dignidad y por el pueblo.
Las consecuencias de esta política anticapitalista y antiempresa, que posteriormente se bautizó como guerra económica, fueron la mayor inflación de la historia de este país, así como una escasez de alimentos y medicinas, que en la práctica se ha convertido en racionamiento. Esto último, sin necesidad de implementar el “papachip” o una cartilla a la cubana, tal como ya lo había anunciado Chávez en más de una ocasión, la última en el 2010, bajo el disimulado nombre de «cédula del buen vivir» para comprar «lo justo y necesario”.
Pero la radicalización de la revolución, tuvo un percance con la pérdida de la Asamblea Nacional en diciembre pasado. Por primera vez en diecisiete años, la revolución chavista gobernaría sin tener el control absoluto de todos los poderes. Así que en esta oportunidad, la radicalización se convirtió en guerra institucional, por lo que en vez de aceptarse la responsabilidad funcional y el papel que cumple el Poder Legislativo en el marco de la Constitución, se optó por desconocerlo, tratando de anular su rol legislativo a través del Tribunal Supremo de Justicia e ignorando sus actuaciones en materia de investigación y control político con desacatos frecuentes a sus llamamientos y notificaciones.
La profundización de la crisis social, económica y moral que vive el país en su totalidad, no es más que el nefasto resultado de la persistente huida hacia adelante de Maduro y su régimen, sin mirar atrás, como no sea para buscar que hizo Chávez en una situación similar. Pero lamentablemente, no se puede encontrar allí una situación igual a esta, pues mientras Chávez dosificó la implementación de las medidas socialistas en el tiempo de acuerdo a la conveniencia política del momento, Maduro utilizó toda la pólvora que le quedaba. Incluso la de irrespetar la Constitución Bolivariana y las instituciones sin ningún tipo de disimulo o recato, pues lo único que le faltaría en la gama de ilegalidades cometidas hasta ahora, sería decretar o sentenciar el cierre de la Asamblea Nacional pasándole por encima a la soberanía popular. Un pueblo o soberano, por cierto, al que por otra parte, tiene entretenido en colas denigrantes, a la espera de alimentos.
De modo que lo único que cabe esperar en circunstancias como las actuales de gravedad extrema, donde los estallido sociales como saqueos a camiones o tiendas, son cada vez más frecuentes, es una manifestación de violencia o explosión social generalizada. Algo a lo que la gente teme, sin que sea posible esperar una compunción del gobierno o un paso atrás.
Y no se trata de un error rectificable con un cambio de políticas, sino más bien de algo preconcebido, diseñado desde hace tiempo. La gente en la calle tiene la impresión de que el señor Maduro está creando las condiciones, con esa perenne huida hacia adelante, para una salida; no a la crisis, obviamente, sino a su gobierno, que le permitiría aparecer en medio de ese estallido social, como víctima de un golpe orquestado por la oposición.
El único imponderable hasta ahora, no obstante el tamaño de la crisis y del tiempo que lleva, es que pareciera que no hay quien lo ayude.