En nuestras vidas de hoy poco reconocemos el mal, porque preferimos no verlo o viene tan bien empaquetado que lo aceptamos sin darnos cuenta. El mal es lo que nos arrastra a vidas sin identidad, que desdicen de los valores eternos que llevamos dentro. Valores cuya perdida tratamos de compensar con nuestros éxitos materiales, valores de cuyo llamado tratamos de escapar viviendo en un loca carrera. En medio de ese aparente éxito y de esa loca carrera no estamos contentos. Nos parece, por fuera, que todo está bien. Por dentro, bueno, es cuestión de una pastilla contra los nervios de poner la música más alta, de cambiar de carro.
Antes el mal era mucho más evidente, se lo personificaba en el demonio, con cola puntiaguda y todo rojo, blandiendo un trinche en la mano. Era inconfundible. Hoy se ha hecho elegante. Ya no es tan obvio, tan evidente. A veces hasta usa frac, es refinado, hombre de mundo, habla varios idiomas y piropea a las señoritas con delicada galantería. Se ha introducido en nuestras vidas, a las que da un tono picante, liberado, justificador de nuestras debilidades y caprichos. Haciendo que poco a poco vayamos considerando que lo único importante es lo nuestro, lo que nos conviene, que lo único importante es encajar bien en la sociedad en que vivimos, y que actuar bien es hacer lo que está mal sin que se den cuenta, o sin que se den cuenta demasiado. Cuidadosos de balancear nuestros actos cuestionables con el éxito que traen. A los deshonestos que no son exitosos les dan nombres feos, a los que lo son, bueno, ¡así es la vida! Nadie es perfecto.
El mal nos hace ciegos, de tal manera que ya no vemos qué arranchamos ni a quién se lo arranchamos. Sólo importa lo que tengamos, no importa de dónde venga ni a quién pertenezca. Es importante estar rodeado de mucho para que si tropezamos nuestras posesiones amortigüen el golpe.
La manera de cerrar la puerta al mal es abrir los ojos, no engañarnos, reconocer lo que está bien y lo que está mal, y declararlo abiertamente, aunque se nos mire raro. No importa. Es cómo la vacuna, duele, pero es preferible a la enfermedad y a la muerte. ¿Cómo reconocer lo que está mal? Preguntémoslo a nosotros mismos. Sabemos perfectamente lo que está bien y lo que está mal. Pero generalmente es más fácil no hacernos la pregunta y dejarnos llevar por la corriente.
Al dejarnos llevar por la corriente pasamos a ser y a soñar lo que es y sueña el resto. El mal nos lleva a perder nuestra identidad, a hacer nuestros principios, nuestras reglas, los del resto; a olvidarnos de nuestras obligaciones y a insistir solamente en nuestros derechos. Nos lleva también a una tensión interminable. Ello es así porque los seres humanos no estamos para perder nuestra identidad, para no vivir de acuerdo a los valores eternos que llevamos dentro. Traicionar nuestra propia naturaleza es la fuente de nuestras tensiones y vacíos.
El mal sólo tiene éxito con los que han perdido su rumbo, sus valores, su personalidad. Con los muertos en vida. Tiene éxito con los que prefieren no verlo porque no quieren reconocer el precio que han pagado por dejarse llevar por él. Tiene éxito porque conoce bien nuestras debilidades y nos tienta en ellas
¿En qué me tienta a mí, y a ti?
Me encantó el artículo. Muy real. Felicitaciones al escritor