Cuando los reflejos de las luces de las patrullas policiales y del fuego de los proyectiles, de hace dos años en Ferguson, Misuri, aun titilan en la memoria de la nación americana como recuerdos parpadeantes; otro hecho sangriento de origen étnico, pero en esta ocasión, al revés de los anteriores, pues fue un hombre de color quien disparó y asesinó a hombres blancos, se une a la larga y vergonzosa lista de violencia racial en el gran país del norte.
Lo más trágico de todo, es que las muertes de dos hombres de color en Minesota y Lousiana, a manos de policías blancos, ocurridas hace unos días atrás, hubiesen pasado desapercibidas ante la opinión pública, como una estadística policial más, de no ser por los sucesos posteriores de Dallas, Texas, que acabaron con la vida de al menos cinco agentes y dejaron a otros tantos heridos. Lo de Dallas, representa quizás la más franca y explosiva reacción de rabia, indignación y protesta racial, individual, contra la autoridad del establishment, simbolizada en la violencia abusiva, excesiva, utilizada contra la gente de color negro, por el sistema policial norteamericano.
Los nombres de Philando Castile y Alton Sterling, se juntan así, a los del joven de 18 años Michael Brown, asesinado en el 2014, en Misuri, o de Trayvon Martin, este último de 17 años de edad y quien murió el 26 de febrero del 2012 en la localidad de Sanford, estado de la Florida, como consecuencia de los disparos de George Zimmerman, un vigilante voluntario de aquella comunidad. En ambos casos, los agentes responsables de haber efectuado los disparos, alegaron defensa propia y fueron absueltos por los tribunales.
Pero aunque aquellos casos están entre los más emblemáticos, lamentablemente no son los únicos que se han dado en este comienzo de siglo XXI. A la lista habría que añadir el de Freddie Gray quien falleció en el 2014, estando bajo custodia policial en Baltimore; el de Eric Garner estrangulado por un policía, el 17 de julio del 2014, en New York; el de Walter L. Scott, después de recibir varios disparos por la espalda del agente Michael Slager el 8 de abril del 2015, en Carolina del Sur; o el de Samuel Dubose en julio 2015, en Ohio. Todos, sin excepción, han sacudido a la opinión pública, resucitando los viejos fantasmas del racismo, que estaban escondidos en lo más recóndito de la sociedad norteamericana, es decir, en su conciencia colectiva.
Además, evocan por sus características, algunos de los más sonados y simbólicos crímenes por causas étnicas, de la historia de Norteamérica, como por ejemplo, el de Emmett Louis Till, un adolescente de Chicago, de visita con su familia en la localidad de Money, Mississippi, durante el verano de 1955; poniendo en entredicho algunos de los pilares en que se fundamenta el sistema de derechos y libertades de los EEUU como lo son el libre porte de armas para la defensa personal, un asunto en el cual la administración de Obama ha tratado de poner frenos, sin éxito, y el sistema de juicio por jurados, piedra angular de su sistema judicial.
Las heridas del racismo, qué duda cabe, siguen abiertas en la sociedad norteamericana, o simplemente camufladas por cicatrices superficiales. Expresiones como las del gobernador de Minnesota, Mark Dayton, admitiendo ante la prensa que veía un sesgo racista en el caso de Castile y que sentía que «hubiese acabado de un modo distinto si hubiesen sido blancos», muy parecidas a las dadas por los familiares de Trayvon Martin en el 2012, “si Trayvon hubiese sido blanco, esto no habría pasado”, resumen de buena manera lo que gran parte de la sociedad estadounidense siente sobre el particular, incluido al propio Barack Obama, quien al referirse, en su oportunidad, al caso de Trayvon Martin dijo que aquel joven asesinado pudo haber sido él, hace 35 años atrás.
El propio Barack Obama, quien se encuentra en medio de una situación muy comprometida, con intereses y sentimientos encontrados, por el hecho de ser negro y al mismo tiempo la máxima autoridad de su país, es, tal vez, el más harto de toda esta situación. Sus últimas impresiones al declarar sobre las muertes de Philando Castile y Alton Sterling, lo confirman: “hemos visto tragedias como ésta demasiadas veces”. Y es que durante sus casi ocho años de gobierno, los conflictos raciales, contrariamente a lo que cabría esperar, han estado a la orden del día.
Después de las decisiones judiciales, posteriores a la doctrina de la Corte Suprema del “separados pero iguales”, de mediados del siglo XX, más cónsonas con la democracia pregonada por los EEUU, que permitieron a la gente de color entrar a las mismas universidades donde estudiaban los blancos o sentarse en un autobús sin tener que apartarse, la sociedad norteamericana sumergió el problema de los prejuicios raciales en un pozo profundo, y se hizo la vista gorda, como si todo hubiese terminado.
Pero los sucesos de la Florida, Misuri, Baltimore, Lousiana, Minnesota y Dallas, los revive, precisamente en momentos en los que, paradójicamente, preside la Casa Blanca un afrodescendiente; término con el que gusta ahora, a los norteamericanos, llamar a las personas de raza negra, lo que en el fondo, no hace sino disfrazar el problema, más que ayudar a resolverlo.
Una verdadera prueba de fuego, para una sociedad aparentemente liberal, con un sistema político de derechos civiles para los cuales todos los individuos son iguales, que esconde una gran hipocresía y una falsa identidad.