22 noviembre, 2024

El gran mariscal y el pueblo sordo

Sucedió que un día la gente fastidiada y muy cansada del fracaso de La Política, la dinastía que había gobernado todos estos tiempos de cadenas y palabras, decidió liberarse de este oprobio. Asaltó el palacio de los poderosos, agarró a sus soberanos, los condujó hasta los patios reales y quemó a todo gobernante conocido y desconocido. Fue sin avisar ni anuncio anticipado, todo fue motivado por la falta de fe, en quienes dirigían al pueblo. Cuando el pueblo se cansa, los pueblos se levantan, así dicen y así fue. Desde el Rey, la Reina, las princesas y los príncipes, los avatares y los bufones, los payasos y las sirvientas, todos fueron incinerados en múltiples hogueras que  se levantaron al pie de los cerros y los acantilados. El fuerte hedor a carne quemada le recordó a los ciudadanos lo que había pasado y lo que habían hecho. Nadie pensó que era atroz ni nadie creyó que alguien había sido martirizado. No había víctimas ni culpables. Habiéndose recogido las cenizas, se abrieron las Iglesias y todos cantaron a Uno por lo que debía seguir. Lo que siguió, en poco  tiempo sabrían que no fue lo mejor de lo que tenían.

Después de La Política llegaron LOS SINPOLITICOS. Como eran los que más gritaban, los que encendían las piras, arrastraban a los gobernantes, los desnudaban, les quitaban sus pertenencias, les arrancaban las cabezas, acuchillaban sus corazones, devoraban sus hígados y vísceras, entonces ellos ahora les tocaba gobernar. A la gente convenció la mano dura, su falta de piedad, la ausencia total de compasión en sus actos. Acusaban a los otros, los superados, los olvidados, los del pasado de haber permitido corrupción y que crezcan los pobres. Dejaron de creer que el pasado existió y ahora creían en LOS SINPOLÍTICOS. Coreaban sus canciones, himnos, enarbolaban las nuevas banderas que reemplazaban a las del pasado y la gente decía que por fin había encontrado a los revolucionarios buenos, honestos y con todo el amor posible por la patria, pero sobre todo amor por los pobres.

El festejo que organizaron los nuevos dueños del poder fue grande y duró todo lo que tenía que durar. Cinco semanas, cinco días, cinco horas, cinco minutos, cinco segundos. Terminado la algarabía, a todos les fue ordenado entrar a casa, no salir en las noches, levantarse con el amanecer, cantar las oraciones del día y pedir la bendición del Gran Mariscal que ahora los gobernaba. Al día siguiente en las esquinas aparecieron miles de carros expresos que movilizaban a la gente a los nuevos campos de trabajo. El Gran Mariscal ordenó sembrar en los campos, en las carreteras, en las montañas, en el hielo y en el calor. Sembrar, sembrar en los huecos, debajo de las camas, sobre la mesa y también en la mente de cada uno de los ciudadanos. El Gran Mariscal proclamó el fin de la política e instauró el Reino de la Obediencia.

El Gran Mariscal es el principio y fin de todas las cosas, fenómenos y elocuencias posibles e imposibles. Es la paz y a él se debe toda Obediencia existente y no existente. Es imperturbable, no se le puede leer los pensamientos ni adivinar las palabras. Surgió de la evolución del pensamiento del pueblo y tenía al momento de su asunción al poder ya noventa años que serán celebrados con jornadas de trabajo especial de quince horas diarias, tres horas para dormir y el resto del tiempo para estudiar su filosofía basada en el profundo amor al pueblo, amor a los pobres, vivir en austeridad, ofreciendo todo a los demás y ofreciéndose él mismo como amor imperecedero al querido pueblo. El Gran Mariscal está para ser escuchado en todo lo que diga, obedecido en toda hora y tiempo, atendido en sus supremas normas y oído más allá de nuestro pequeño entendimiento.

Así transcurrió el tiempo: escuchando, oyendo, entendiendo y atendiendo todo lo que es pedido por El Gran Mariscal y su temido grupo LOS SINPOLÍTICOS. Todo lo que pedía, sugería, ordenaba, decretaba, establecía la suprema autoridad del Gran Mariscal era cumplida sin dilación ni espera. La confianza era él y él la única esperanza del pueblo. Nadie podía ni debía rebelarse. Así fue que un día se le ocurrió al poderoso eterno, el gran padre amado, la única esperanza viviente, la multifuerza del pueblo, como era llamado el Gran Mariscal, en los saludos que le ofrecía su amado pueblo; un día pensó él, porque era el único calificado para pensar verdadero y sabio, maduró que la obediencia total es la más alta sabiduría y la más notable felicidad, por tanto sugirió, aunque sus sugerencias eran de total cumplimiento en este obediente pueblo que ya había olvidado lo que significaba la comprensión,  entonces ordenó que todo su querido pueblo y los ciudadanos todos, se afeitaran las orejas, se las cortaran, se las mutilaran, se eliminaran las orejas, para que nunca más duden en quien obedecer, en quien oír, a quien deben escuchar. Para esto se realizarían operaciones gratis en quirófanos móviles, asegurando realizarlas sin dolor, rápidas y  estéticamente bellas.

Este pueblo feliz, felicísimo que ofrecía sus orejas al Gran Mariscal, el hombre más amado sobre la tierra, las galácticas, los mares y las cuevas donde nacen y se ocultan los vampiros. La felicidad es no dudar nunca. Tú, venerable amo del poder, dueño del capital, señor de mi voluntad eres mi palabra y mi entrega total a obedecerte. La primera palabra después de la mutilación de las orejas que la gente olvidó fue LIBERTAD, La segunda DESEO, la tercera COMPRENSIÓN. Vivir sin oír, sin escuchar al otro y así mismo fue posible. Las personas vivían en la persona y para la persona del gobernante. Así el Gran Mariscal se convirtió en el gobernante perfecto, la gente no escucha, solo recuerda que un día les dijeron: “haz esto” y eso hicieron. Poco a poco este pueblo se convirtió en piedras, rocas, peñascos, peñas; en paredes derrumbadas…transformándose en bosques petrificados a quien el Gran Mariscal no tuvo que gobernar ni mandar ni reinar ni transformar. Todo acabó mal; el pueblo petrificado mirando las locuras y el gobernante llorando por su pueblo que olvidó que él los gobernaba.

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