El anuncio de miles de despidos en la administración pública por parte de altos representantes del régimen, como consecuencia de haber firmado, muchos de sus funcionarios, a favor de un referéndum revocatorio contra Nicolás Maduro, es bajo todo punto de vista despreciable. Ilegal, inmoral, injusto, inhumano, cualquier adjetivo es insuficiente para calificarlo, todo lo que se diga es poco; aunque eso al gobierno no le importa en lo absoluto.
El alboroto en grado de asombro, en algunos casos, que el mismo ha producido en la opinión pública es más que natural y lógico, pero hasta cierto punto exagerado, pues no es la primera vez en estos dieciocho años de chavismo, que se hace un uso abusivo y arbitrario del poder, casi feudal, para arrojar a la calle a empleados públicos, por el simple hecho de no guardar la fidelidad y lealtad al caudillo, que la revolución demandaba. Y lo que la revolución demandaba y aun demanda de sus acólitos, es no ver nada, no oír nada y no decir nada. Ah, y por supuesto, aplaudir cuando haga falta.
Durante los tres años y cuatro meses que lleva el gobierno de Maduro, hemos presenciado varios episodios, llenos de desfachatez y cinismo, de este tipo, protagonizados por altos y no tan altos funcionarios; como ocurrió por ejemplo, en el 2013, con el Ministro de Vivienda y Hábitat, Ricardo Molina, amenazando con sacar de su cargo a quienes no votaran por Maduro o militaran en partidos políticos de la oposición; con el gerente del Aeropuerto Internacional de la Chinita de Maracaibo, advirtiendo a sus trabajadores que no votaran por la oposición en la elecciones parlamentarias del 2015, y con el Presidente de CORPOELEC, por razones políticas e ideológicas similares. También en PDVSA y otros entes públicos, hubo intimidaciones para los trabajadores que no se manifestaran en contra del decreto de Obama, que en el 2015, declaró a Venezuela una amenaza para la seguridad de los EEUU.
Esta conducta antidemocrática, intolerante y vengativa, irrespetuosa de la dignidad de la persona, así como del estado de derecho que el propio gobierno deba ayudar a mantener, ha sido una de las herencias políticas que Maduro recibió de su antecesor y mentor Hugo Chávez. Su origen se remonta al 7 de abril del año 2002, cuando el propio Chávez, silbando un pito, despidió por televisión a varios gerentes de PDVSA. Acción que se repetiría pero ya en forma masiva, entre diciembre de ese año y marzo del 2003, cuando miles de trabajadores de la estatal petrolera fueron botados mediante avisos de prensa. Años más tarde, durante la firma de un contrato colectivo en el 2010, Chávez se referiría a ellos como una “lacra” que no volverá.
No era fácil entender en aquel entonces, como si lo debe ser ahora, después de catorce años, la actitud de aquellos veinte mil trabajadores, vistos como una élite y calificados de tecnócratas, que sacó a Chávez de sus casillas. Fue con ellos que Chávez sufrió su primer importante rechazo, luego de sus tres primeros años en el poder, donde a todo se le decía que sí. Ellos fueron, si recordamos bien, los primeros en decirle ¡No! de manera rotunda y decidida. Lo hicieron además, con una entrega personal de coraje y sacrificio que lamentablemente el resto de la sociedad venezolana, en una buena parte, no ha sabido interpretar, ni comprender, y mucho menos asimilar o imitar.
Carne de cañón para unos, tontos útiles para otros, los trabajadores de aquella PDVSA, cumplieron un papel que algunos trataron de subordinar a intereses subalternos, pero en el cual, al final, la política de choque del gobierno, cobró sus primeras víctimas. Lo cierto de todo, es que a estas alturas del chavismo, si nadie se acordaba de lo que pasó en PDVSA y mucho menos de por qué pasó, ahora mismo lo están empezando a entender; muchos incluso en carne propia.
Prohibido olvidar, se decía por ahí, pero sin embargo son muy pocos los que tienen memoria o, peor aún, los que quieren recordar. Aquellos veinte mil trabajadores de la antigua PDVSA tuvieron en el año 2002, la visión de lo que se le venía encima a la industria petrolera y al país. No tenían información privilegiada, ni eran adivinos. Sabían lo mismo que muchos otros venezolanos, pero con la diferencia de que llegado el momento no lo aceptaron. No buscaron justificaciones con los hijos, la familia, su futuro profesional, o la pérdida de su estatus socioeconómico. Tampoco prefirieron el camino fácil de la “adaptación” o “integración” al sistema. Por eso, nunca bajaron la cabeza, y es precisamente esto, lo que el Chávez militar, prepotente y todopoderoso, nunca les perdonó.
Eran un ejemplo peligroso e inaceptable para el régimen. Pero un ejemplo lleno de dignidad y auto respeto. Un ejemplo, en definitiva, de libertad personal que algún día, espero que cercano, será valorado en su justa medida si, de verdad, deseamos una Venezuela diferente.